Descubrí una tarjeta similar a la del escaparate, mecanografiada, con un nombre que me resultaba familiar.
«Entreme donde no supe.»
San Juan de la Cruz
Generalmente, las historias fantásticas las desprecian las personas ajenas a las artes y la literatura. Muy a mi pesar, yo había sido una de esas personas, que no había visto en tales páginas impresas más que letra muerta. No había tenido tiempo, probablemente, para derrocharlo en obras escritas supuestamente por personas dispersas, ajenas a las preocupaciones graves, como puede ser la administración de un Estado. El prestigio, en todo caso, que de manera benévola le había otorgado a algunos de esos autores, se había debido a su fama de erudición. No obstante, de un tiempo a la fecha eso cambió. Me sucedió algo a mí. Descubrí un continente que a fuerza de vivirlo, creerlo, intentar olvidarlo, incluso, cobró una realidad indiscutible.
Son numerosos los ejemplos de los sucesos extraordinarios acaecidos a personas comunes como nosotros, que se dedican a cumplir de manera ordenada y resignada los asuntos del día a día, en el trabajo y la vida privada. Esos acontecimientos, que sobrepasan la capacidad de comprensión, nos arrojan a un estado de inquietud y rareza, que nadie más puede entender. Sin ser lectores de literatura fantástica, ni conocer a Borges, ni Reyes, a no ser por referencias indirectas, sabemos que esas obras versan, en ocasiones, sobre laberintos, detectives, mensajes cifrados, siglos infinitos, eternidad. Lo que nos ocurrió tiene que ver con esto. En la medida de lo posible, intentaremos referirlo.
En aquel tiempo, habíamos visitado de nuevo una ciudad donde habíamos vivido tres años. La visita nos causó una impresión notoria. El recorrido por esas calles transitadas a diario en el pasado nos provocó la sensación de encontrarnos fuera de la realidad. Si no todo lo que veíamos, sí al menos muchas cosas habían cambiado. Algunos establecimientos comerciales eran diferentes. La venta de jade había reducido en gran cantidad. Había más tiendas de moda y cafés y restaurantes, en cambio. Las aceras también lucían cambios notables. La gente, por su parte, asimismo parecía ser distinta, a pesar de que en el pasado no habíamos tenido un trato estrecho.
No tomé ninguna fotografía de la ingente cantidad de tomas que saltaban a la vista, palmo a palmo de las calles. El carácter pintoresco y tradicional de la ciudad, especialmente en el centro antiguo, arrojaba infinidad de capturas. Dejé el teléfono en silencio en el bolsillo de la camisa y me dediqué a caminar. Por una extraña razón, que no atino a comprender todavía, en la atmósfera se palpaba un ambiente demasiado festivo, espontáneo, inusual, como si la gente formara parte de una comunidad donde los vínculos fraternos no obstaculizaran la convivencia.
Mi teléfono registraba notificaciones, sentía la vibración. Algunas, incluso, eran de personas radicadas ahí. Estuve tentado a responder, siquiera por cortesía. Todavía no había aprendido a dejar en segundo término la atención a las notificaciones, quizá aún movido por un fuerte apego del pasado a mostrarme condescendiente con los estímulos del exterior. No sabía anteponer mi cuidado propio al del prójimo. Ese día, no obstante, conseguí no contestar los mensajes de las redes sociales. Dispuse todo el escenario de la visita a esa ciudad para mí.
A la mañana siguiente, a pesar de no haber visitado ningún bar, ni haberme desvelado, me desperté a una hora avanzada del día. Había olvidado recargar el teléfono, la alarma no había sonado. El sol se anunciaba con todo su esplendor debajo de las pesadas cortinas. Tras echarme agua en la cara, revisé que mi equipaje estuviera completo y partí a la estación de trenes. Mi viaje en avión despegaría un par de días después, desde otra ciudad. Deseaba llegar con anticipación al aeropuerto.
Entonces, sucedió el evento que aún hoy no puedo comprender. La ciudad de mi destino, donde abordaría el avión, había cambiado. Había ido ahí en tren, pero a continuación, tras descender del vagón, abordar el metro y dirigirme al centro, al salir a la calle descubrí un entorno que no coincidía con lo que esperaba encontrar. No me encontraba en la ciudad de mi destino. Antes, no obstante, recordaba a la perfección haber visto el nombre correcto en la estación de trenes. Había abordado el metro correspondiente (era la única línea de metro que existía, al parecer). No había nada que no encajara con lo planificado. Pero el lugar al que llegué era otro.
Los edificios eran mucho más modestos que los reales. No había ningún restaurante, ni ninguna tienda de conveniencia en el entorno inmediato. En contraste con eso, las casas en la acera de enfrente tenían una numeración exagerada. La poca gente que había ahí, con la mirada clavada en mi persona, me inspeccionaba de una manera excesiva. Cuando querían acercarse a mí, evadía el paso. Un coche que pasó de largo y se perdió a la vuelta de una calle, dejando una estela de música que creí reconocer como mexicana, me sugirió, sin quererlo, el camino a seguir. Un resplandor en la primera planta de un edificio reclamó mi atención.
El escaparate mostraba un jarrón, acaso de porcelana, con un par de flores de loto disecadas. A un costado había reproducciones baratas de obras originales bordadas en seda. El precio de los cuadros reclamó mi atención de inmediato, por estar escritos a máquina en unas tarjetas similares a las que yo usaba para remitir envíos postales. Esa coincidencia notable infundió en mi ánimo un vago sentimiento de terror. No quise inspeccionar nada más del escaparate, que acto seguido quedó sumido en completa oscuridad. Esa noche había luna llena.
Aun el día de hoy, años después del suceso, nunca he sabido cómo recorrí más de cien kilómetros de la estación de trenes donde me bajé hasta esa estación del metro. Aquel sentimiento de angustia al dejar atrás el escaparate y correr, probablemente lo había tenido décadas atrás, cuando viajaba con mis padres en barco y arreció la tormenta. La gente que iba conmigo en el metro en esta ocasión, al bajar en estaciones anteriores a la mía, me veía seguir adelante, cada vez más solo, camino a ese túnel oscuro que parecía multiplicar su longitud de manera infinita.
Las descripciones de los laberintos referidas por la literatura, a veces, ponen énfasis en unas arquitecturas que obedecen al capricho de una persona exquisita, que busca acoger a sus invitados con el dispendio de un suministro de angustia y soledad, que opera un efecto psicológico rayano en el misticismo. Esas referencias concordaban con lo que yo vivía en ese momento, en una ciudad, un laberinto, cuyo artífice no me había dado a conocer su nombre.
Remontándonos al siglo XV, Cristóbal Colón aventajó en cien años a Don Quijote y Cervantes en el hecho de ver en la realidad no lo que tenía frente a los ojos, sino lo que quería (o podía) ver. Algo parecido nos sucedía a nosotros, en aquella ciudad donde todavía insistíamos en buscar lo que nunca íbamos a encontrar. Ahí no había ningún aeropuerto donde no abordaríamos ningún vuelo de vuelta a casa.
El resto de la historia carece de sentido referirlo. Al despertar, no lejos del edificio donde habíamos dejado atrás el escaparate con el jarrón de flores de loto disecadas, le hicimos la parada al primer taxi que pasó. No nos importó la suma que nos pidió por llevarnos al aeropuerto, que a decir verdad, resultaba económica. Recorrimos casi en silencio los más de 100 km de distancia. El mapa recorrido en el teléfono, gradualmente, se asemejaba al paisaje encontrado en la ventanilla del coche. Las interminables hileras de cipreses a un costado de la autovía le cedían el paso a las construcciones que de antemano esperábamos encontrar.
Pasamos a un lado de un punto de inspección sin detenernos. Adelantamos a los demás vehículos de una fila de cerca de un kilómetro, en espera de una revisión exhaustiva, pasajero por pasajero, equipaje por equipaje. A nosotros no nos detuvieron, sin embargo. Fuimos de los pocos en conseguirlo. Al cabo de media hora más, el chofer me dejó en mi destino. Me preguntó si llevaba conmigo todas mis credenciales.
En el aeropuerto, al comprar un café y un bocadillo, descubrí que guardaba el dinero que supuestamente le había pagado al taxista. En el teléfono no tenía nuevas notificaciones. Vi en el tablero de anuncios de la sala que faltaba un día para mi vuelo. Revisé el registro de mis desplazamientos en el teléfono y no encontré nada desde el día anterior. Cuando puse el teléfono de nuevo en el bolsillo de la camisa, descubrí una tarjeta similar a la del escaparate, mecanografiada, con un nombre que me resultaba familiar.
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