Miércoles, 15 de enero de 2025
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La leyenda del fuego sacro de San Antón y los dos hermanos de Pereña
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La leyenda del fuego sacro de San Antón y los dos hermanos de Pereña

Actualizado 12/01/2025 15:46

Cuenta la leyenda que en 1659 un padre de Pereña lanzó una maldición a sus rebeldes hijos junto a la Ermita del Castillo, quedando tullidos por un fuego sacro que solo cesó tras la mediación de San Antón.

Corría el año 1659 cuando junto a la ermita de la Virgen del Castillo de Pereña vivía un guardián, que tenía encomendado el trabajo de cuidar y conservar en buen estado esta ermita, haciéndolo con las limosnas que los fieles que aparecían esporádicamente iban depositando para la virgen. Para su subsistencia este guardián, que contaba con unos 45 años, tenía junto a su humilde casa un huerto, una cabra, tres ovejas y varias gallinas.

Un día de dicho año, regresando de limpiar la ermita hacia su casa, el guardián se encontró en el portalillo de entrada con dos muchachos, uno chico y otra chica, sentados en los poyos de dicho portalillo. Al ser preguntados por el guardián sobre qué hacían allí, los chavales le dijeron que venían de lejos, que habían llegado allí porque su padre les había echado de casa y vagaban subsistiendo de limosnas, que llevaban varios días sin comer caliente y le rogaron poder quedarse con él y ayudarle en lo que pudiesen echar una mano.

Conmovido por lo que le habían dicho, el guardián de la ermita les dijo que iba a preparar una olla grande de patatas con berzas y tocino para mitigar su hambre. Entretanto, entró en casa y cortó dos grandes rebanadas de pan que les dio a los dos hermanos errantes, que las devoraron rápidamente, dando buena cuenta ambos también de la gran olla de patatas con berzas y tocino una vez estuvo lista la comida.

Sin embargo, tras acabar de comer los muchachos se tumbaron al sol, y después de fregar el guardián de la ermita y poner a secar al sol la humilde vajilla, cuando este se dispuso a coger leña y trocearla para poder calentar la casa los hermanos no hicieron ningún ademán de ayudarle, preguntándose el guardián qué había sido de aquello que decía el refrán de que es de bien nacidos el ser agradecido. Y es que, pese al copioso banquete que les había ofrecido, que suponía un importante esfuerzo para sus humildes recursos, no tuvieron el detalle de ofrecerse a echarle una mano ni con la vajilla ni con la leña.

Así, molesto por esa irrespetuosa actitud, el guardián les dijo que no se podían quedar en su casa, diciéndoles que lo tenía prohibido, y temiendo que pudiesen atacarle y robarle entró en ella cerrando la puerta con llave desde dentro, encerrando bajo llave también a las gallinas que tenía en el corral, disponiéndose a ir a por la cabra y las ovejas cuando escuchó detrás suyo a cierta distancia a un hombre que le preguntaba: “¿No habrá usted visto andar por aquí unos muchachos jóvenes como de quince a diez y siete años?”.

El guardián asintió, señalándole al hombre que había dos en el portalillo de su casa, que habían llegado esa mañana y habían comido con él, describiendo el aspecto de ambos. Para sorpresa suya, el hombre respondió “¡Son mis hijos!”. El guardián le contó que los muchachos le habían dicho que venían de lejos y vagaban porque su padre les había echado de casa, replicando el señor que no eran de fuera, sino de Pereña, que estaba a unos 3 kilómetros de la ermita. Este hombre, llamado Francisco Román, le dijo también que sus hijos, Francisco y María, se ausentaban frecuentemente de casa para evitar ayudar con las labores, escapando a pueblos vecinos pidiendo limosna y contando a otras gentes la misma historia que al ermitaño.

De este modo, el padre lamentó que sus hijos le deshonraban con su actitud, disponiéndose a buscarlos el guardián y él. Sin embargo, al verlos, los muchachos echaron a correr, siendo perseguidos mientras se acercaban hacia el desfayadero a cuyo fondo se encontraba el Duero. El padre se detuvo y les pidió que parasen y volviesen por amor a San Antón (San Antonio Abad), pero los muchachos rechazaron acercarse, de modo que les dijo la siguiente maldición: “¡Permita el Señor que os crió, que el fuego del Santo os abrase las piernas y que antes de veinticuatro horas no podáis correr, ni andar y os traigan a mi casa tullidos sobre un carro!”.

Curiosamente, según la leyenda, al momento de soltar dicha maldición los muchachos cayeron al suelo como sufriendo un ataque epiléptico, debido al fuego sacro que les abrasaba las piernas pero sin ser insensibles al fuego que les devoraba y les hacía retorcerse, corriendo el padre y el guardián de la ermita a apartarlos del desfayadero, por el que podían caer en las vueltas que daban al retorcerse de dolor.

Viendo la grave situación, el guardián y el padre acordaron que uno de ellos fuese a Pereña a por un carro para llevar a los muchachos, que se seguían retorciendo, decidiendo que fuese el padre quien fuese al pueblo, al ser quien conocía mejor Pereña y a sus vecinos y podía hacerse con un carro más rápidamente, saliendo corriendo hacia el pueblo mientras el guardián de la ermita intentaba calmar a los dos muchachos, que gritaban de dolor mientras se retorcían, vigilando que no se acercasen al precipicio de nuevo.

Finalmente, en una espera que se le hizo eterna al guardián, apareció a lo lejos un carro, por delante del cual venía un hombre corriendo. Era el padre de los muchachos, que llegó exhausto, implorando a sus hijos que seguían abrasándose por las piernas: “Vamos hijos, no lloréis, que ahora viene el tío Quico con el carro y os llevaremos al pueblo. En cuanto llegue el médico os dará algo para que os pongáis buenos. No ha venido porque ha ido a hacer su visita a La Peña. Pero allí está el tío Ceto que tiene gracia para la curación de estos males que vienen del otro mundo”.

Por fin, el carro llegó detrás y se colocó junto a los dos muchachos, a los que situaron sobre un colchón en el carro y se dispusieron a llevarlos a Pereña mientras el padre se despedía llorando del guardián de la ermita agradeciéndole su ayuda y caridad, prometiéndole llevarle una damajuana de vino y una gallina con pollos como agradecimiento, mientras el guardián le replicaba que rezaría una salve por los muchachos cada día ante la Virgen del Castillo.

Sin embargo, ya en el pueblo, ni el tío Ceto ni el médico pudieron hacer nada para curarles, siendo llevados a Salamanca al Hospital de San Antón, donde tuvieron que amputar las dos piernas al muchacho y una pierna a la muchacha, con gran pesadumbre para su padre, que se sentía enormemente culpable por haberles dicho aquella maldición. Pero tampoco la amputación frenó el mal, y aquel fuego sacro pasó a expandirse al resto del cuerpo, asumiendo el padre que morirían y el mal que había cometido al maldecirlos.

De este modo, profundamente arrepentido y con un gran sentimiento de culpa, se plantó de rodillas frente al altar de San Antón, llorando y emocionalmente roto, suplicando al santo que ayudase a sus hijos y los librase de aquel dolor sanándolos. De esta manera, cuenta la leyenda que al momento de hacer esa súplica el mal de los hijos cesó, desapareciendo el fuego sacro que los consumía y recobrando su salud, viviendo posteriormente (aunque sin las piernas amputadas) durante largos años, tomando el padre esa recuperación y supervivencia de sus hijos como un ejemplo de la misericordia y poder de Dios y San Antón.

(* Esta leyenda fue descrita, de forma más extensa, por Manuel Moreno Blanco en su libro “En el serano, leyendas de la Gudina”.)