Cuando ya ha transcurrido una semana desde la emisión del discurso del Rey, aún resuenan los comentarios a favor y en contra. Con actitudes más o menos farisaicas se exagera la nota a la hora de comentar lo que falta o lo que sobra. Es la misma cantinela de todos los años. Políticos, comentaristas profesionales y periodistas más o menos a sueldo se ven en la obligación de dar su opinión intentando hablar ex catedra. En algún caso habría resultado más acertado estar callado.
El discurso en cuestión, grabado previamente, lleva el sello de la Corona y. por supuesto, las oportunas aportaciones del gobierno, que es quien da el visto bueno. Cualquier afirmación atribuyendo la autoría exclusivamente a uno de los dos organismos es inexacta. Más de uno olvida que el Rey no vota en las elecciones generales y, por lo tanto, no se inclina a favor o en contra de ninguno de los partidos legalmente autorizados. El discurso de Navidad debe reflejar el estado actual de la situación, los logros alcanzados, si los hay, y sobre todo los temas pendientes para lograr el deseado nivel de bienestar de los ciudadanos. El monarca debe ser el analista imparcial de esa situación. No se trata de hacer un panegírico ni una enconada crítica de la labor de los políticos, pero tampoco debe quedarse nada en el tintero. El único partido del Rey es España.
La raíz de todos los males está en el grado de aceptación de nuestra Constitución. Los no partidarios de la misma se resisten a admitir que tampoco creen en la democracia. Es lícito que se pueda discrepar con determinado mandato legal. Nadie está obligado a votar en contra de sus convicciones, pero el verdadero demócrata es el que acata lo que dictamina la mayoría. Es lógico que haya españoles que critiquen las palabras del Rey, pero si los contrarios a lo que se dictamina en la Constitución no son mayoría deberán hacer honor a su pretendida calidad de demócratas y aceptar lo que pide la verdadera mayoría. No es casualidad que la mayoría de contrarios a la Monarquía son los mismos que tampoco quieren seguir siendo españoles. Eso sí, lo que no odian de España son los fondos y beneficios económicos a costa de los sí se declaran españoles, con el visto bueno de un gobierno que permite ese atropello a la ley por seguir en el poder
El hecho de que haya partidarios de la República no significa que haya que mandar al Rey a Cartagena. Tampoco que el Presidente sea más imparcial que un Monarca; eso sería lo ideal, pero la historia nos ha demostrado con creces que no siempre fue así.
Por otra parte, cualquier ciudadano ecuánime debe reconocer que Felipe VI habló de “consenso y serenidad”, de pedir a los ciudadanos que hagamos el esfuerzo de “mantener un diálogo sereno y generoso que permita llegar a los acuerdos esenciales que fortalezcan nuestras instituciones”. Lo que será siempre difícil es lograr el bien común con quienes no quieren ser españoles ni con un gobierno que se apoya en ellos.
De todas formas, alguna de las decisiones tomadas por el Rey con motivo de las inundaciones de Levante denotan una clara autonomía a la hora de visitar a los familiares de las víctimas y al resto de afectados. La visita por sorpresa de los Reyes a la zona de la DANA ha servido para que alcaldes socialistas, en lugar de alabar la espontaneidad y sencillez de la familia real, parece que han recibido un par de banderillas negras en el egocentrismo en el lomo de su egocentrismo. No lo pueden remediar. Puede más el pavoneo que la eficacia. Los afectados necesitan ayuda, pero también ánimo y aliento; y eso se lleva dentro, no se dicta en ningún comité.
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