De barro estamos hechos y volvemos al polvo, al humo, a la nada ahí cuando nadie recuerde nuestro nombre. El barro de los barrios de mi ciudad de niña, el barro de las calles del pueblo sin asfaltar por el que caminar con cuidado, el barro que en las manos de mis amigos los alfareros, contienen el mundo en su vasija con la redonda esfera de un vientre generoso. Agua y barro convertidos en una lacra que cubre, que anega, que asfixia, que todo lo llena y no valen manos, ni máquinas, ni dineros llovidos con atroz insuficiencia. El barro se convierte en esas arenas movedizas que todo lo tragaban en las películas de la infancia que nos aterraban con dientes de mentira e historias basadas en clásicos literarios que leíamos después en los libros de Bruguera que eran a la vez cómic y novela.
Barro, barro y barro sobre ese cemento que ahora nos dicen que debe romperse para sembrar hierbas que animen a los insectos a volver a nuestra vida sin más zumbidos que los coches, árboles que den sombra a los veranos inclementes y arbustos para enredar la mirada en calles contaminadas. Barro junto al río que nos lleva y que ahora corre, feliz y caudaloso, bajo un jirón de niebla que no se levanta hasta una mediodía de vacaciones, lenta y perezosa. Es tiempo de espera entre fiesta y fiesta, fastos de color en medio de las luces que compiten con el sol que se oculta, el brillante frío que nos envuelve en lana y nos hace tiritar viendo los resúmenes de un año que nos cubre de barro, barro y barro. Y allá en el Levante de los fenicios, de las fábricas industriosas, de las olas quietas de un Mediterráneo recalentado, ese barro sigue cubriendo calles que no saben de intentos de reverdecer la baldosa cruel, el negro asfalto. Barro no para que mi madre, de niña, en el caborzo de la finca donde nació, moldeara toritos y pollos que nos admiraban con la plastilina de los días de escuela, barro con delicadas virutas de mica para que mis alfareros de Torrejoncillo redondeen las tinajas de su historia centenaria. Barro que cubre casas, enseres, vidas y cuerpos aún hundidos en una nada que es dana, una dana que es el recuerdo feroz de un futuro posible.
Y mientras amamos el agua y contemplamos la tierra húmeda y fecunda en tierras de secarral y verano feroz, el barro cubre los rostros de un año cubierto de falta, tristeza y hueco en la mesa. Barro, barro, barro, polvo también, polvo que se ama. Año feroz que, sin embargo, no nos arranca la bienaventurada esperanza.
Charo Alonso.
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