Desde siempre, los gobernantes más oportunistas y calculadores (no por ello más inteligentes), han procurado reservar el momento de hacer públicas las malas noticias a la ciudadanía, para hacerlas coincidir con algún evento, efeméride o celebración popular, cuyos festejos y algarabías ocultasen de algún modo el disgusto y la protesta que las malas noticias siempre provocan. Esta vez, ha sido el caso flagrante en que se ha aprovechado la inminencia de festividades navideñas para anunciar, con mucho menos bombo y platillo que el fun-fun-fun, el brutal aumento en Europa del gasto en defensa, es decir, la utilización en la compra de armas y elementos militares en todos los países de la OTAN, es decir, el enriquecimiento de las industrias siderúrgicas de tipo bélico y las de material militar, de gran parte del presupuesto destinado en países con graves problemas financieros a cosas mucho menos trascendentes para estos encorbatados devotos de las bombas y los drones homicidas: educación, sanidad, ayudas sociales, crecimiento, cultura, mejora de bienes comunes…
Entremezcladas con el espumillón y las luces consumistas de las grandes superficies refugio de la glotonería imitativa, y sin siquiera ser consideradas las informaciones sobre el dislate moral de las armas como realidad propia, y menos como la amenaza que realmente son, esas noticias que esquilman el bienestar, emborronadas ante el estruendo, el vocerío y la voluntaria ceguera provocada por las ridículas, ñoñas, repetidas, aburridas y tópicas celebraciones navideñas de la mayoría de pueblos y ciudades, suceden. Las noticias de que se exigirá un gasto del 2% del producto interior bruto de todos los países europeos en gastos militares para alimentar la guerra en Ucrania, y que ese porcentaje será elevado al 3% en breve, y que el inminente gobierno reaccionario estadounidense de los millonarios Musk y Trump exigirán a Europa (ordenarán a Europa) aumentar hasta el 5% para sufragar, entre otros, el elevado coste (3.800 euros en la actualidad) que la OTAN tiene que afrontar para conseguir matar cada soldado ruso en Ucrania.
La indignidad es tal que, si uno logra evadirse de las campanas, las cabalgatas y la turronería boba de las comilonas, uno se horroriza, se indigna y se rebela ante la aparición, aumento y establecimiento ya comercial de las llamadas “brigadas de élite”, empresas privadas dedicadas a la guerra que hacen caja a tanto el muerto, como ‘Jartia’, un batallón paramilitar ucraniano que emplea mercenarios; empresas legales registradas como cualesquiera otras en el mercado de trabajo, contratadas y pagadas por los gobiernos para matar rusos (hoy a 3.800 euros por cabeza, pero con previsiones de encarecimiento).
La utilización de los presupuestos públicos, recaudados con el esfuerzo de todos los ciudadanos de un país, en la compra de material bélico, de instrumentos para la guerra (es preciso repetir la ironía: “gastos de defensa”), mediante la sumisión a los grandes guerreadores que no son sino los grandes rentistas, y accionistas, de la muerte, no precisa reflexión alguna para concluir que la guerra, “la defensa”, la OTAN y todas sus servidumbres, no son sino un eslabón más de un sistema de enriquecimiento de unos pocos, otro mecanismo (como la banca, como la corrupción) de trasvase de la riqueza de los países, del fruto del esfuerzo de sus gentes, a manos de esos pocos y significa, sobre todo y por nuestra parte, una inmensa declaración de sumisión, de resignación y de derrota frente a un sistema, llámese capitalismo como nos advertía Marx, nómbrese como neoliberalismo cual sinónimo de usura y codicia, o recupérese el viejo nombre de fascismo, ese pedestal del miedo, nombres todos que pusieron freno, hace varias décadas, a lo que quisimos, y aún intentamos, llamar libertad.
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