No hay nada más triste que celebrar algo simplemente porque toca hacerlo. El “siempre se ha hecho así”, además de no ser cierto (tendríamos que retrotraernos a la prehistoria para comprobar si nuestros ancestros ya lo hacían), es una losa que lastra nuestras decisiones hasta el abismo de la pachorrería. Incluso aceptando el gran valor de las tradiciones, habrá que llenarlas de sentido y significado para los hombres y mujeres de hoy, porque si no, son cosas que copiamos, pegamos y revivimos simplemente porque otros lo celebraron antes que nosotros, convirtiéndonos en monitos que repiten lo que ven hacer a los visitantes del zoo o de la selva y como loritos, que aún con plumas multicolores, siguen siendo loritos.
Algo de eso nos puede pasar con la Navidad. Estos días veo y escucho con inusitada sorpresa los anuncios de la tele, la prensa o la radio. Son anuncios para comprar y para gastar la pasta, haciendo referencia a un mundo lleno de adornos brillantes al que llaman “Navidad”. Tengo que decir que entiendo más o menos todos los anuncios publicitarios, excepto los de perfumes y fragancias, que casi nunca pillo el hilo y hasta el final del mismo no sé en realidad lo que quieren anunciar. Dentro de este universo navideño, hay que añadir los múltiples eventos a los que uno es invitado, en forma de comidas, cenas y demás saraos, además de los días ya señalados en el calendario en los que nos juntamos con familia y allegados en torno a una mesa, que para muchos es una alegría inmensa y para otros, no pocos, un sufrimiento inevitable y una paripé de muy señor mío.
En cualquier caso, algo cambia estos días, desde la iluminación de las calles y plazas, hasta las decoraciones de los escaparates, pasando por un cierto nerviosismo que a veces se transforma en hartazgo por tener que hacer compras de todo tipo. Una locura colectiva, una catarsis ciudadana y mucho, mucho pasteleo y cursiladas. El azúcar es demarrado en nuestras conciencias, y aunque seamos diabéticos, lo encontraremos hasta en la sopa. Es cierto que los niños y niñas se ilusionan mucho, ¡como para no!, les viene el tal Papá Noel o los Reyes a traerles regalos, ¡vaya chollo! Creo que como padre, llevo más o menos bien ese tema, aunque ya me resulta más difícil de tragar las colas a hacer para que mis hijos den saltos en unas camas elásticas o para montarnos en un tren de renos cuya velocidad sería superada por cualquier caracol sacándose el carnet de conducir. En el último que me monté, lo hice con un café en la mano: al terminar la primera vuelta, ya era escarcha.
¿Qué decir de ese personaje, Papá Noel, que pese al sobrepeso y la edad avanzadísima, se mantiene tan ágil y en forma como para colarse por las chimeneas de las casas que la tienen, con el riesgo de quedarse atrapado? Con lo fácil que es llamar educadamente a una puerta y esperar a que te abran. Este señor, fruto de la idea de una marca comercial de bebidas gaseosas, va ganando adeptos y fans, aunque no represente a nada ni a nadie. Somos demasiado corderos de rebaño como plantearnos cosas que supongan una crítica, al menos pequeña, y hacemos sin gastar muchas neuronas.
Me llama la atención que más allá de los turrones y dulces, incluso de tragarme doble ración de azúcar cuando veo a la cantante de siempre revestida de rojo y entonando villancicos en inglés, ¡caray con la artista! o de las luces y neones a todo trapo, muy poca gente sepa en realidad lo que quiere celebrar. Porque para muchos seres humanos bípedos, son días de vacaciones o festivos, convertidos en reclamo para consumir. El origen de celebrar estos días y llamarlos “Navidad” está en el hecho de que alguien nació en un pequeño pueblo de Oriente hace muchos años, de forma muy discreta y precaria. Ese niño, que luego creció y se hizo adulto, cambió la historia de la humanidad para siempre, dejando patente que alguien nos quiso mucho, muchísimo, como para querer ser parte de nuestra historia. Entonces sí, me como varios dulces , canto villancicos y me dan ganas de abrazar hasta al vecino que mira de reojo cuando me cruzo con él. Y puedo decir que sé lo que celebro, tiene valor y sentido para mí y por eso lo celebro. Lo contrario no es celebrar, es repetir y copiar lo que hace el resto. Vivir algo desde la libertad o desde las cadenas del miedo a salirme del abrigo confortable del rebaño.
¡Feliz Navidad! de la buena, de la que no hace demasiado ruido, de la que deja reposo en el corazón y en la vida, de la que no necesita demasiados edulcorantes ni azúcares añadidos, de la que está hecha de dulces de agradecimiento y esperanza, de la de cerrar los ojos para ver mejor. Hoy y siempre, ¡Feliz Navidad!
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