Ernst Gombrich, en ese manual impagable que es su Historia del arte, de carácter divulgativo, al tiempo que riguroso, que frecuentáramos en nuestros tiempos universitarios salmantinos, cuando, de la mano de ese maestro aragonés ya desaparecido, Federico Torralba Soriano, nos iniciábamos en la materia…, el gran Ernst Gombrich llamaba al románico el arte de la iglesia militante y, al gótico, el de la iglesia triunfante.
Tales calificativos nos impresionaron en su momento, cuando –como siempre nos ha ocurrido hasta hoy mismo– ya entonces preferíamos, emotivamente, el primer estilo sobre el segundo, pues, a través de ellos, como de otros conceptos, nos iniciábamos también no solo en la instrucción y conocimiento de datos, sino también en el arte de interpretar. Y, desde entonces, siempre hemos sentido que no hay conocimiento verdadero sin una interpretación personal (y social, en cada momento histórico) de los datos.
Viene este recuerdo a cuento de la reinauguración de la catedral parisina de Notre Dame el pasado 7 de noviembre, tras el devastador incendio de abril de 2019, que casi se la lleva por delante.
Y en tal acto, con la presencia de autoridades internacionales occidentales de primer rango (nunca entenderemos por qué faltó España), de personalidades de la propia Francia, así como del honrado pueblo soberano que ha intervenido en el salvamento y reconstrucción del edificio (bomberos y todo tipo de artesanos y especialistas), sentimos que, de algún modo, se estaba expresando Europa.
Y se estaba expresando desde sus raíces medievales, pero también desde ese dualismo entre lo sagrado y lo profano, así como desde esa polifonía de carácter civilizador que siempre será Europa.
Nos alegró que uno de los comentaristas que interviniera en televisión española durante la transmisión fuera nuestro amigo Miguel Sobrino, sabio en su materia, que, además, dijo cosas muy acertadas, como, por ejemplo, que las catedrales fueron construidas por la comunidad y que tenían como función servir a la comunidad.
La intervención del presidente francés aludió a la fraternidad del pueblo y a la fraternidad universal. No en vano, ha sido Francia, con su revolución, la que ha puesto sobre el tapete de la historia esos tres valores –libertad, igualdad y fraternidad– que, en el mundo contemporáneo, se han desarrollado y puesto en práctica con desigual fortuna.
Recordamos también a ese decisivo poeta europeo que es Rainer María Rilke, quien, en el réquiem compuesto en noviembre de 1908 precisamente en París, en memoria del poeta lírico Wolf Kalckreuth, contrapone a la de los poetas, siempre lamentándose, la figura del “cantero de una catedral, que tenaz / se identifica con la impasibilidad de la piedra. / Eso era la salvación.”
Catedral. Resurge de sus cenizas. Acaso, como en esta ocasión, en algo muy francés, con un exceso de boato que puede ser una demasía para estos tiempos marcados por tanta incertidumbre. Pero Francia siempre ha sido un faro civilizador. (¿Por qué faltábamos nosotros?)
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