“No supongas a un Dios que investigar; / el objeto de estudio apropiado para la humanidad es el hombre”. Alexander Pope.
Hace pocos días, y con una evidente desgana y desatención de los diputados del Congreso, fue presentado por el Defensor del Pueblo un informe, encargado por ese mismo Congreso respondiendo a presiones periodísticas, sobre las violaciones, abusos y agresiones a menores y adolescentes realizados sistemáticamente durante décadas por miembros de la Iglesia Católica española: sacerdotes, obispos y otras jerarquías de la institución.
Entrar en los detalles tanto de las recomendaciones de ese informe como en las respuestas y “aportaciones” de la Conferencia Episcopal Española (los agresores), para intentar “liquidar” este asunto, se revela como un ejercicio melancólico en el que solo se ven propuestas de compra por prescripción, olvido y ocultamiento de una de las más sangrantes realidades delictivas, la agresión, violación y acoso chantajista a menores, con escalofriantes consecuencias de por vida y de su vida, muchas veces víctimas dependientes anímica, educativa, formativa o económicamente de sus agresores, protagonizada por quienes justifican las magras cantidades que extraen de los presupuestos públicos apelando a conceptos tan pervertidos en sus faldones, sus bocas y sus cruces como la piedad, el amor, la fraternidad o la virtud.
Aun así, fijarse en alguna de las propuestas del Defensor del Pueblo como esa de realizar un acto público nacional de petición de perdón, se adivina como otro intento de ceremonializar un punto final, con altavoz y telediario, de conseguir, epatando con el gigantismo de la trompetería, una suerte de catarsis que procure un día de después lleno de silencio, de olvido y de impunidad, y que infunda en las conciencias (y las consciencias) de desavisados, deudos y deslumbrados auditorios, un sentimiento de absolución semejante (e igual de inútil) a los que los propios delincuentes administran en sus confesionarios.
Pero lo más sangrante, lo que dibuja tanto en la fachada del Defensor del Pueblo como en la de la Conferencia Episcopal Española el rótulo de la peor indecencia y la más podrida ruindad, es ese intento de “compensar” económicamente a las víctimas como mejor “solución”, discutiendo cuál sería la cantidad suficiente para su mudez, qué precio fijar al deshonor, cuánto vale su queja, qué fajo de billetes equilibrará la balanza de su dolor, de su aflicción y de su interminable tristeza.
La reparación primera no está, nunca puede estar en la indemnización económica, como quieren hacer creer los litigantes (donde el acusado se postula como juez), sino en el pago responsable, directo y real de la culpa en todos sus aspectos, sobre todo el judicial y penal, con la denuncia, con la condena pública, con luz y taquígrafos, de cada uno de los culpables, con nombre y apellidos, la condena de sus cómplices y protectores, la asunción de responsabilidad y castigo de la institución que los albergó, ocultó y refugió y, una vez sustanciada cada responsabilidad en cada delito, y aclaradas complicidades, anuencias y amparos de tapadera, dichos los nombres y reprobados sus rostros, indemnizar económicamente a cada víctima deduciendo esos fondos de las aportaciones estatales a la Iglesia y embargando su hacienda.
(Quizá valga la pena un paréntesis final para opinar, que no enjuiciar, quién podría, la labor del Defensor del Pueblo, que siendo una institución indispensable para la protección de derechos de la ciudadanía y, constitucionalmente, elemento imprescindible de reclamación y garantía para particulares y colectivos, ha enfocado un tema tan sangrante y brutal como la pederastia y el abuso y violación de menores en la Iglesia, con una liviandad acusatoria y una endeblez argumentativa que eleva, si cabe, la sensación de desprotección que en este país experimentamos ante el poder de sotanas, tiaras y presbiterios, aunque tal vez ni sombra de la que experimentaron todas y cada una de las víctimas a las que ahora intenta comprar su dolor).
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