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En la era de narciso
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En la era de narciso

Actualizado 27/11/2024 08:05

En la posmodernidad se exalta el “narcicismo” dado que se tiende a entronizar la impostura de las apariencias, a disolver los lazos sociales solidarios y a debilitar el reconocimiento responsable de la alteridad

JOSÉ E. MILMANIENE

El narcisista no está abierto a experiencias, quiere experimentarse a sí mismo en todo lo que se le presenta enfrente. Devalúa toda interacción y toda escena

R. SENNETT

Vivimos en una sociedad tremendamente individualista y narcisista, las nuevas tecnologías y la sociedad de consumo, fomentan la exaltación del yo con la intención de fomentar un consumo desaforado, como herramienta para halagar el ego. El hombre se mide cuando se encuentra con el obstáculo, nos recordaba Saint-Exupéry. Aunque somos conscientes de todo esto, el desarrollo de la sensibilidad humana es muy lenta y el individualismo sigue siendo la enfermedad de nuestro tiempo. Si Narciso hubiera vivido en este momento no se ahogaría en el agua, sino en el consumismo y en las redes sociales.

En el plano individual, el narcisista denota un trastorno de la personalidad caracterizado por una dedicación desmesurada a la imagen en detrimento del yo, que se manifiesta en una consideración de superioridad frente a los demás, una necesidad permanente de atención y unos altos grados de autoconcepto y autoestima. A los narcisistas les preocupa más su apariencia que sus sentimientos. La vida les parece vacía y falta de significado, al carecer de un sentido del yo sólido. Viven en un estado de desolación, siguiendo a Alexander Lowen.

El narcisismo no es solo una enfermedad individual también lo es cultural. Se produce un desinterés social por los otros, por el ser humano. Cuando se prima el interés material sobre el humano, se fomenta más el éxito y la admiración que el respeto a la persona. Este individualismo cultural moldea la imagen del individuo, con lo que se produce un fuerte grado de irrealidad, no solo en el individuo, también en la sociedad y en la cultura. La gran tragedia de Narciso no es el enamoramiento de sí mismo, sino que deja de ver a sus semejantes. El culto al cuerpo y a la imagen, la competencia, el ganar por encima de todo, la obsesión por el poder, la arrogancia, la búsqueda del éxito, producen una falta de empatía hacia el sentimiento y sufrimiento de los demás.

Nos recuerda el pensador Byung Chul Han, que el sujeto narcisista no puede delimitarse a sí mismo, los límites de su existencia desaparecen. Y con ello no surge ninguna imagen propia estable. El narcisista que cae en la depresión se ahoga consigo en su intimidad sin límites. Ningún vacío ni ausencia distancia al narcisista de sí mismo. El mundo se le presenta solamente como modulaciones de sí mismo. Al final se ahoga en el propio yo, agotado y fatigado de sí mismo. Nuestra sociedad se hace hoy cada vez más narcisista. Las Redes sociales agudizan esta evolución, pues son medios narcisistas.

Nuestras sociedades viven en una continua sobreestimulación, hay demasiado ruido, demasiada actividad, demasiados estímulos que rompen la tranquilidad y la paz. En esta situación se pierde el sentido de sí mismo para sentir el mundo y a la persona, ya no hay tiempo en estas sociedades frenéticas y se llega a deshumanizar la existencia. Esa sobreestimulación de nuestras ciudades es algo cotidiano también en los hogares, se escucha la radio o la televisión mientras se hacen actividades, se come o se dialoga, convirtiéndose en un ruido más que sacan al individuo de sí mismo y le distancian de sus propios sentimientos y de la empatía hacia el otro.

El ruido y la falta de silencio hacen imposible el descanso y la contemplación. Las personas, más la gente joven, necesitan de toda esa actividad. Tienen necesidad de constantes estímulos y son incapaces de estar quietos. Solo se sienten vivos si son capaces de un constante y frenético fluir, aunque ese movimiento hiperactivo, puede que sea una defensa contra el ser y el sentir. Las luces destellantes, la música al máximo volumen, les hacen estar vivos y es su forma de adaptarse a nuestra sociedad, pero son un buen escudo para la empatía y la responsabilidad.

Toda esta realidad individualista y narcisista en la sociedad y en la cultura nos lleva a la ausencia de límites de comportamiento. Los límites expresados en códigos morales o de conducta están ahí, pero no se reconocen, se trasgreden o niegan. En esta situación la estructura de la sociedad se desintegra, se convierte en caótica, se pierde el sentido y el orden y se crea una atmósfera de irrealidad.

El origen de esta epidemia encuentra su razón de ser en la sociedad de consumo, como nos recordó Bauman. En la actualidad todo es temporal, volátil e inestable, líquido, carente de estructuras fijas, en la que se fomenta el egoísmo, la predominancia de la estética frente a la ética y la empatía. La sociedad de consumo está guiada por una cultura del yo, asentada en el hedonismo y el narcisismo. Consumimos todos los días sin pensar, sin darnos cuenta de que el consumo nos consume a nosotros y la esencia de nuestro deseo. Hay una guerra silenciosa y la estamos perdiendo.

El que no consume no existe, ya que el individuo tiene una promesa de felicidad, pero en realidad le deja insatisfecho permanentemente, ya que cada promesa consumista es engañosa o si queremos, en palabras de Bauman, es una esperanza de plenitud frustrada. Es necesario que la búsqueda de la satisfacción por parte del consumidor no cese y que sea un engranaje siempre en movimiento, y, así asegurar el circuito comercial: de la fábrica al comercio y al consumidor, en una continua frustración de deseos.

En medio de este narcisismo y consumismo desaforado la verdadera felicidad la encuentran las personas que no se dejan atrapar por las cosas, necesarias pero insuficientes. Tal vez, la felicidad se encuentra en muchas cosas cotidianas, muy pequeñas, pero que son como tesoros escondidos: aprender de nuevo a mirar, escuchar, saborear con hondura los encuentros de las personas, amar sin medida, cultivar la amistad, explorar el silencio, pisar la naturaleza, asombrarse con la belleza o abrirnos a la esperanza. La felicidad está enraizada en lo hondo del ser, en la propia persona que la libera y la ensancha, la transforma y la encamina hacia la solidaridad, hacia la justicia, la paz y el sentido.

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