Ha tenido que ocurrir la DANA de Valencia y sus catastróficas consecuencias para evidenciar que tenemos una clase política dubitativa, ignorante y prácticamente impresentable. La razón de esta falta de preparación es obvia. No existe ninguna clase de prueba, test o examen para capacitar a nadie para ser político, sino que cualquiera se cree con derecho a serlo.
Lo normal del acceso a la política es afiliarse a las juventudes de cualquier partido sin ninguna cualificación o estudio previo. Después de un tiempo se suele pasar a algún cargo orgánico. Es muy común empezar como asesor --¿asesor de qué?, ¿con qué experiencia?-- de alguien de más relumbrón y pasar más tarde a concejal, consejero y hasta ministro, llegado el caso, sin haber demostrado valía alguna sino una fidelidad perruna y un seguimiento total a las directrices del partido.
En ésas estamos. No es, desde luego, una exclusiva de nuestro país. Suele darse en la mayoría y eso explica el desánimo y desencanto de los ciudadanos en general con la clase política. Pero también hay sus excepciones que no ocurren entre nosotros. Se trata de aquellas personas que tras haber obtenido el éxito en la docencia o en la empresa privada quieren devolver a la sociedad parte de los beneficios obtenidos poniéndose a su servicio con su bagaje de conocimientos acumulados.
No es nuestro caso, decía, y los ciudadanos son plenamente conscientes de ello. Baste ver los periódicos sondeos sobre valoración de los políticos españoles, en los que ninguno obtiene ni de lejos una nota de aprobado.
Habría que hacer algo, por consiguiente, para dignificar el oficio de político y dotarle de estímulos para que sólo tengan acceso a él los mejores y se recupere así la confianza en una actividad que debería ser ejemplar y no el escaparate de los peores defectos de nuestros coetáneos.
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