He bajado mucho la media esta semana, aunque al final, tarde o temprano, siempre terminen saliendo las cuentas. De los trescientos kilómetros largos de cada día de trabajo he pasado a algún pequeño desplazamiento por la ciudad y alrededores, sin otra excepción que una escapada a Béjar para disfrutar de un delicioso paseo a cuatro pies por “El Bosque”. Sin embargo, siempre conmigo, como el caracol que sale de casa pero se la lleva, me ha venido acompañando en el maletero el recuerdo de que mis últimas vacaciones del año, como sus hermanas mayores, nacieron para morir. Podían refrescarme la memoria de la finitud del permiso reglamentario los maletines del quehacer médico, pero no, esta vez lo hace una caja de cartón que contiene cuanto saqué hace escasas fechas de una taquilla que ya no volveré a abrir.
Para que el próximo lunes sea aún más lunes, ¡pasado mañana!, estrenaré taquilla en un nuevo/viejo lugar de trabajo, mi centro de salud desde hace casi una década en Alcañices, que durante los últimos ocho meses ha estado en costosas obras de cierta remodelación. Vacié la taquilla y dejé puesta la llave, separada ya del gracioso llavero que me regalara Esther, que tendrá que conocer nueva llave, nueva cerradura, nueva taquilla, una taquilla que llenar de nuevo con lo viejo, con lo limpio, con lo aún desconocido. En el sorteo realizado me ha correspondido la nº 7, y salvo que me haya tocado un extremo, lindaré con la de María y con la de Rocío. Lo sabré cuando la busque y la encuentre.
No obstante, hablaba de vaciar. Según iba desahogando la taquilla y llenando la caja, que no imaginaba colmar como así sucedió, repasaba mi primer paradero, en el baño pequeño del fondo, donde Laura y yo fuimos vecinos de taquilla además de compartir tantas otras vecindades. Allí, entre enseres e indumentarias, manuales y neceseres, también hubo hueco para zapatos de Reyes, o zuecos del Sacyl con sorpresa dentro. No podía ser casualidad que luego lo de Laura fuese a parar a una caja de cartón en mi maletero…
También vino a mi mente el breve tiempo en que tuve la taquilla en mi propia consulta, algo que en aquella encrucijada, la de la primavera-verano de 2020, me regalaba unos minutos de mayor intimidad cada mañana… o me sumergía en el ambiente del vestuario de un equipo, si es que Lorenzo irrumpía. Tampoco podía ser casualidad que luego yo heredase su taquilla, en otro paraje del centro de salud, y Elba decidiese que había que respetar la antigua propiedad y titularme como discípulo. Incluso a este último traslado resistió, y ha sido esa la última taquilla que vacié.
Pero siempre penúltima. Siempre queda algo por vaciar y nunca falta algo que no esperabas. Como ese papelito que doblaste en el bolsillo izquierdo del vistoso anorak con reflectante que te queda grande, y que fue a parar al fondo, aplastado por unos cuantos guantes de la talla L porque de la M no quedaban. En esa porción de papel anotaste un nombre con caligrafía rápida, de la que brota cuando suena el teléfono a las 4:47 h de la madrugada, y te dicen que la casa está casi al final del pueblo, girando a la izquierda a la altura de una casa con puerta verde. Entonces, pese a que hayan pasado dos años y medio, visualizas ese rostro y te cuesta tirar el papelito, por mucho que sepas que en la vida siempre se está vaciando la taquilla.
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