Leo en un estudio que siete de cada diez trabajadores sufren problemas de salud en los centros de trabajo causados por el ruido. El estudio en cuestión no alerta de nada que no salte a la vista, mejor dicho, al oído.
Puede comprobarse al entrar en esos grandes almacenes, galerías comerciales y firmas de toda clase que podemos encontrarnos en China, en la India, en todos los países europeos y, por supuesto, en todas las ciudades de España. En ninguno de estos establecimientos falta la música, o como se llamen esos conciertos de endiablados ruidos a todo volumen que te reciben al entrar, te persiguen más que te acompañan por los pasillos y te despiden al salir, y si son capaces de crisparle los nervios al público, cómo acabarán los del personal que tiene que aguantarlos durante toda la jornada laboral por muy de acero que sean… Pero esto parece que ni les preocupa a los empresarios, ni les preocupa a los sindicatos, ni les preocupa a los equipos responsables de velar por la salud laboral de los trabajadores.
Tampoco a los políticos que, a veces con normativas, a veces con simples recomendaciones, para evitar que los ruidos nos dejen sordos, dicen para justificar lo injustificable, han conseguido sustituir la megafonía que a nadie causaba daño por laberintos de pantallas luminosas que sirven pero no bastan en aeropuertos, estaciones de trenes y hasta en no pocas consultas médicas. Y ante estas contradicciones ya no se sabe si lo que se pretende es restar futuros sordos o multiplicarlos lo antes posible.
Lo normal es que este estudio, como tantos otros, no sirva absolutamente para nada, pero por la salud del personal afectado, me gustaría que al menos sirviera para sustituir esos interminables conciertos de ruidos por el de Aranjuez del maestro Rodrigo o por la Novena Sinfonía de Beethoven. Por ejemplo, Que por falta de buena música, no hay que dejar de hacerlo.
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