El ritual de la mañana consiste en salvarse. Primero me salvo del sueño que me atemoriza librándome del edredón. Después prosigo y me salvo de la sed y el hambre, de las necesidades humanas que olvidan el abrazo. Y termino salvándome del frío, como si dependiese de mí elegir la paleta cromática diurna que acompañará al vaho. Salgo de casa con la nariz colorada asomando por la bufanda tras elegir el frío.
El cuadro Doña Juana la loca de Francisco Pradilla que cuelga en las paredes del Prado tiene el aire más frío que se puede sentir. Una vez dirigí la mirada hacia la viuda y me lamenté por la mentalidad decimonónica que solo veía enajenación en la desesperación de no ser la elegida. Un adjetivo malintencionado, más literario que real y nacido en el seno de una reconstrucción femenina donde no se buscaba comprenderla, sino despreciarla. El cuadro representa a la reina Juana I de Castilla frente al féretro de su marido, Felipe el Hermoso, durante la travesía que terminaría en Granada. El deseo por cumplir con sus últimos designios llevó a la reina a convivir durante meses con el recuerdo ardiente en el pecho, con las lágrimas ateridas reposando en sus mejillas. Los grandes hachones parecen caer derrotados, aunque su llama luche contra la ventolera que se levanta en el páramo. Y la frialdad se apodera incluso del fuego que limpia el ambiente a través del humo. El lenguaje colapsa ante la proximidad del aire helado, se acongoja debajo del pesado luto de Juana, buscando el abrigo de un corazón ausente. Sus dedos entumecidos toman el aire como quien espera que le den la mano y solo reciben la falta, solo abrazan el rechazo del cariño y el ansia por poder elegir algo que no sea el frío. Que no necesiten los dos anillos, el propio y el de él, para apuntalar la verdad tras ese amor lleno de desdeño. El anillo lo recuerda, pero no lo sustituye. Queda de él un sepulcro peregrino e insustancial, una pena imposible y la duda de por qué nunca se cansaba de esperar. No ruega a nadie, solo busca la respuesta a por qué no fue querida, por qué debía ahogar el llanto y reclamar la caricia. Y ahora, enarbolando el recuerdo, Juana avanza sin ningún ritual más que el de la ausencia. Elige el frío.
El viento frío me ha destapado la nariz varias veces desde que recuperé la bufanda. También yo peregrino con una comitiva fúnebre, pero con los dedos desnudos. Carezco de hachones, de artificiosos humos más allá que los de las calderas y los de los coches. Y aún así, elijo el frío. La mañana grisácea, los tonos pálidos de un calendario sin fechas importantes y el ritual para salvarme. Como Juana incomprendida en un paraje yermo. Como el que se compromete con una conversación inacabada.
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