Lee y conducirás, no leas y serás conducido.
SANTA TERESA DE JESÚS.
El mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee.
UMBERTO ECO
Vivimos habitados, no sólo habitamos el mundo en que vivimos, también nuestra propia alma. Como nos recordaba José Saramago, físicamente habitamos un espacio, pero vivimos habitados por una memoria. Memoria de un espacio y de un tiempo, memoria en cuyo interior vivimos, como una isla entre dos mares: a uno le llamamos pasado, a otro le llamamos futuro. Esa habitabilidad externa e interna, esa memoria de pasado y futuro encuentra su perfecta correspondencia en la lectura, en el libro.
Nos recordaba el pensador George Steiner, la lectura tendrá que enseñarse como un arte particular, el buen lector no nace se hace y en eso consiste la labor de enseñar. El acto de leer se va formando dentro de nosotros según leemos y releemos cada día, porque el acto de leer y escribir no es lo mismo que el acto de escuchar y hablar. Enseñar no es sólo alfabetizar sino formar buenos lectores, porque aprendemos a convivir y aprendemos a aprender por medio de la lectura y la escritura.
La lectura requiere del arte de la lentitud para profundizar, ya que la vida apresurada se convierte en superficial. El arte de la lectura necesita demora, leer es buscar la mayoría de las veces lo desconocido, para ello debemos esperar, necesitamos tiempo. Cuando no soportamos el tiempo libre, tampoco podemos soportar la confrontación con nuestro propio yo, tenemos miedo de que nuestras necesidades más íntimas no correspondan con el aprovechamiento del tiempo. Leer es estar dispuesto a dejarnos decir no sólo por el autor, también por nosotros mismos.
El arte de la lectura se conjuga en gerundio, siempre estamos aprendiendo a leer, en la palabra escrita leemos el mundo, como nos recordaba Paulo Freire. El acto de leer no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Una y otra lectura se necesitan, el paso de una a otra se realiza con nuestra conciencia. Leer es siempre una creación. A cada paso que damos se abren en nosotros infinitas lecturas del texto, de la realidad que nos habla, de nosotros mismos.
Vivimos en un mundo cifrado en el que también somos un signo que los otros leen a diario. Antón Chéjov afirmó sobre nuestras vidas que “cada existencia se apoya en un secreto”. La lectura nos abre los ojos y nos desvela sentidos no sólo en el texto, también en los silencios. Texto y silencio cobran sentido en nuestra mente animados por nuestros propios pensamientos, por nuestra imaginación, por nuestro diálogo interno. Así dialogamos con el texto, interpretándolo según nuestro propio entendimiento desvelándonos algo nuevo o el simple vacío de la indiferencia. Las lecturas que hacemos nos revelan en los significados que construimos, incluso en esas transparencias que ofrecemos a otros podríamos leernos a nosotros mismos.
La lectura es, sobre todo, el punto de encuentro de las libertades humanas, entre las que destacan la libertad de expresión y la libertad de edición. La lectura y la escritura hacen habitable el espíritu, en ellas nos apoyamos para transcender nuestras realidades, nuestro propio yo, y superar de alguna manera el tiempo vivido. La escritura no solo se reduce al pensamiento, la capacidad de asombro, la curiosidad, el amor a las preguntas y al sentido de la existencia, va más allá. La escritura nos lleva a la memoria, un alegato contra el olvido que nos ayuda a desvelar ese angustioso dilema entre el ser y no ser.
En estos días tenemos en Salamanca una cita con el libro antiguo y de ocasión. Como nos escribió Adolfo Bioy Casares, “el recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en sí”. El libro nos sumerge en una cadencia distinta que posibilita la reflexión. Pararse a pensar es justamente el tempo de los libros, pacientes objetos que secuestran nuestra atención para que podamos cavilar y soñar. Leer es una experiencia, un tiempo de silencio donde la vida se detiene por un instante y el tiempo se estira.
Las librerías de anticuario son espacios para ir sin prisas, para estirar el tiempo, muchos no son coleccionistas, sino amantes del libro usado donde su tacto y olor, la encuadernación o las ilustraciones despiertan una magia que no tiene el libro nuevo. Cada libro tiene su momento y su lector, porque los libros nunca mueren, todos tienen su historia. En el libro antiguo podemos incluso encontrar las huellas de sus antiguos dueños, puntos de lectura, pétalos de flor, postales, memorias de otros tiempos y otras miradas que se refugiaron en la lectura.
Me aficioné al libro antiguo siendo estudiante, no manejaba mucho dinero y era una oportunidad para ensanchar el mundo, la cultura y librarme de la estupidez. No sólo novela, ensayo y poesía, a veces podías encontrar verdaderas joyas de la historia o el pensamiento. Librerías como Centenera, Rivas, Plaza, La Galatea, La Latina, Mudus Libri, La Nave, nos recuerdan el valor del libro, bibliotecas familiares, herencias, viajes de generación en generación, sueños, mundos que en nuestras manos despiertan un tiempo en el que fueron valiosos, no por ser raros o primeras ediciones, sino por las vivencias que abrieron y despertaron.
Siempre hay un motivo para comprar un libro. Una vez que está en nuestras manos el libro comienza a vivir dentro de nosotros, se reinventa en nosotros a medida que lo vamos leyendo. La lectura ha sido el gran invento para vencer esa claudicación ante el tiempo. Para la reflexión, para abrirnos a la existencia y a nosotros mismos, sin ella todo el logos del ser humano hubiera sido clausurado por el tiempo y reducido a lo inmediato de la experiencia. Nos recordaba Richard Rorty, que la lectura expande nuestra imaginación moral, pues nos hace sensibles a las diferencias y a la diversidad.
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