Al abrir la ventana por la noche, el frío se apodera de los resquicios domésticos. Se desenvuelve con una capacidad enajenante, sustrayendo el polvo de la mesilla de noche y dejándose caer en la vereda que forma el embozo. Sabe que es demasiado tarde para jugar con las hojas, pero ahí está, intentándolo como el niño que aprende a sumar. Asiendo con sus dedos la cuenta imposible. Intentando descifrar la estación.
Cada vez que llego tarde a clase, me fijo en la velocidad con la que discurren los viandantes. Las zancadas los llevan a su lugar a tiempo, las mías me dejan expectante ante señales de otros tiempos. Como si fuera testigo de un prodigio, mis ojos me revelan las huellas navideñas en medio de los estertores de octubre. Me fijo en escaparates con osos que encuentran su casa helada en el poliespán, pingüinos plastificados junto a simpáticas chocolatinas y grúas levantando pequeñas arquitecturas efímeras de led. Al otro lado de la calle, las calaveras se amontonan junto a las calabazas, los seres monstruosos pelean por llamar la atención de los paseantes. Y todo aparece a la vez, impostado y dejándose guiar por los designios de un mercado depredador al que no le puedes preguntar la hora, porque te vaciará la cartera con vistosos juegos. Es el titiritero barroco que te entretiene con muñecos, adelanta subrepticiamente tu reloj y te hace creer que la función ya se ha acabado, que ya tienes que prepararte para abandonar tu butaca y adquirir una entrada para el siguiente espectáculo. Es la mentira de la fugacidad del tiempo la misma que hace caer al perdido en una espiral de festividad continua, de consumo necesario e inmediato. Interesa desplazar la miseria a un segundo plano para instalarse en una eterna necesidad por el producto con la promesa de que con él, la pena tardará en volver. Parece un precio razonable, una verdadera inversión a futuro. Ese turrón anunciado en una canción infantil tonta aleja todo el mal traído por las cosas que nunca llegan. Las calabazas talladas evaden con su graciosa cara la tortura de un horario laboral nocivo, también de una conversación que envenena. La prisión decorada e iluminada, el villancico y el truco o trato.
Conviene advertir que el calendario sigue teniendo su ritmo habitual. Nadie lo recuerda en los telediarios: no nos hemos vuelto locos, solo somos las marionetas maltrechas en un escenario donde el atrezo nos hace confundir las horas. Donde estaba mi ilusión infantil hay ahora solo un niño que rehace sus pasos para burlar las grúas, los charcos y las horas.
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