Los campanarios de la ciudad hacen doblar sus campanas a las horas puntas. No faltan a su cita, despiertan al gorrión empapado y tembloroso que se descansa en un alfeizar próximo. Como si nunca hubiera aprendido a volar, como si ignorase por qué doblan las campanas, como si su deber fuera observar un charco mudo. Canta las horas y memoriza el ángelus a la manera de un santurrón, porque le recuerda al tiempo de descanso y reflexión. Repica en su plumaje un hondo susurro colectivo: “¿por quién doblan las campanas?”
La cultura popular en la ciudad suele privilegiar ciertos conocimientos por encima de lenguajes de amplia trayectoria. Se habla del lenguaje de los abanicos, de los bailes tradicionales, del rumiante refranero, pero no escuché nada de la campana. Perdí un sonido cotidiano a manos del pop, justo al exiliarme en una normalidad políglota. No soy capaz de reconocer los anuncios de las parroquias, sus confidencias en voz alta retumban como un comprometido descrédito. Doblan las campanas rítmicamente, desvían las miradas distraídas y frontales a sí mismas con la precisión de un director de orquesta. Buscan en el bronce una respuesta razonada, alguien que responda si es algo reglado por el reloj o si responden al capricho del terror. Tengo presente la voz masculina que ofrece una información viva de tanto repetirla: “durante el terremoto, las campanas doblaron solas”. Por la vibración, profetizando su propia caída al modo de un llanto ahogado. Porque es inmanente a su sonido que algo anuncian: la oración y el silencio, la muerte y la vida.
A las ocho de la tarde, el repique de las campanas de la iglesia de San Juan de Sahagún tuvo como contrapunto una tormenta. La lluvia discurría por el pavimento y formaba un riachuelo directo a los pensamientos. El gentío se dispersaba buscando el camino de vuelta, sin la suerte de paraguas que era su felicidad esfumada. La frente como ventana cerrada y la palma de la mano desorientada recorriendo las mejillas intentando limpiar el remedo de lágrimas nacidas con la lluvia. Las campanas estaban tocando a muerto sin que supiéramos por quién doblaban. En una reunión en torno a su clamor, las campanas se presentaron como una madre sin voz, solo con dolor. Entre el trajín urbano, son plañideras sin paga, aunque únicas conocedoras de todas aquellas muertes de las que elegimos no hablar en el intento de hacer un entierro digno y sencillo. Aquellas promesas incumplidas, los días que no se celebraron, las mentiras piadosas pidiendo la tierra. El sueño de ser mirado una vez más, de esperar la respuesta y ansiar el abrazo como el moribundo pide la extremaunción o el asceta la comunión. El voluntario desconocimiento humano. El exilio. El colapso inapelable de la conversación. Todo ello reposando en la fosa común de la memoria teñida de escarlata. Y no resta más de ellos que su buena muerte.
Me digo a mí mismo que son iguales los recuerdos que viven por sus manos y los ricos que nunca existieron. Llegarán a la mar, doblarán las campanas a todas horas por ellos. Porque la pérdida del recuerdo no puede conmemorarse. Solo puede lamentarse.
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