El otoño dulce, ocre, lleno de versos de Keats que reptan por la piedra de la barda con su cualidad de racimo maduro, nos deja un hálito de melancolía, de tiempo que pasa, de edad que nos macera. La casa está fría y afuera, la humedad comba los muros, hace doler los huesos y despierta a los espíritus de las setas que florecen sobre la pinaza. El barro me recuerda aquello de lo que estamos hechos, y en el hálito húmedo de la mañana sentimos que es verdad que la luz se deshace en dedos rosados de la aurora, como decía Homero, con la calidez de una promesa embriagadora de membrillo y uva.
Es el otoño el tiempo de lo sublime, del vino y de las manzanas que se aprestan a llenar el frutero de suaves redondeces. El tiempo de las brevas que se comen los pájaros a despecho de Fernando que llega a las ramas más altas porque con sólo estirar el brazo toca el cielo. Caen las hojas sobre una tierra esponjada de lluvia y las coníferas parecen crecerse en su hoja perenne que nos deja el recuerdo de la montaña. En esta suavidad de meseta adormecida se roturan las tierras y se siembra lo que ha de nacer con el permiso de la autoridad competente, esa que decidió en su momento que se cultivara el girasol de mirada amarilla y que ahora piensa en las leguminosas para equilibrar una tierra agotada que solo pide barbecho y paz para curarse a sí misma. Roturar la costumbre y hacer el curso de los días mientras por los caminos pasean los perros y sus dueños, los pocos niños y sus bicicletas, las aguas que caen de forma torrencial porque todo ahora es repentino y angustioso, tanto como el paso del tiempo que nos atrapa en otoño con la falta de luz y su recuerdo tibio del sol veraniego.
Es tiempo de melancolía en la superficie dura del membrillo apenas madurado. Sentimos la edad que pasa, la diferencia de la sandalia, la bota, el pie protegido. Sacamos el paraguas y dejamos que nos caiga sobre la cabeza la lluvia que da vida y a la vez, enfanga a quien se embarra solo. Y sentimos que llega la vejez como un aviso del cuerpo que debe tener cuidado de dónde pone el pie, de la arteria que se adelgaza y se rompe el milímetro suficiente para que nos anegue la sangre que no cesa ahí donde se supone que nacieron los profetas. Es un tiempo dulce y acre a la vez, el tiempo de Keats y sus dorados paseos por una Inglaterra amable de páramos literarios. Es un tiempo de verso y de hojas y páginas que caen, tiempo maduro para amarnos y leer, poema inacabado.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez
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