En 1988 los castellanos nos inventamos “Las edades del hombre” un proyecto destinado a dar a conocer el arte religioso de nuestra región, que es mucho y de un valor incalculable. A mí siempre me pareció una idea brillante y, sobre todo, me pareció un hallazgo el título, que luego ha dado lugar a una fundación cultural y muchos eventos. Sí, un título genial, porque el hombre (y la mujer que ya veo venir a los del lenguaje inclusivo) atraviesan edades que todos nos empeñamos en nombrar, olvidándonos de alguna que otra fase a la que no le damos título a pesar de merecerlo.
La edad de la inocencia dura poco, bastante menos de lo que nos gustaría y nos damos cuenta que la hemos abandonado cuando nos enteramos quienes son los Reyes Magos; supongo que ese abandono es cada vez más temprano y es una pena, la verdad; el estado de inocencia es quizás el único momento de la vida en el que uno se puede permitir creer en todo, lo posible, lo imposible, lo divino, lo humano y lo paranormal; no hay mayor zona de confort que esa. Sigamos con la edad del pavo, que muchos atravesamos sin saberlo aunque el resto de nuestros semejantes no se cansaran de recordarnos que teníamos ese pavo subido. Parece ser que la expresión tiene que ver con el pavo animal, bicho bastante repugnante y atontado que corre en círculos cuando ve el peligro sin alejarse de él. Quizás esa sea la causa de que la edad del pavo se alargue cada ve más y que los adolescentes de treinta años sean tan frecuentes: no avanzan, solo dan vueltas sobre sí mismos.
Se supone que hay una edad madura en la que uno se compra casa, forma una familia, encuentra un trabajo más o menos decente y paga impuestos. Contado así da bastante pereza entrar en ella salvo si lo que lo precede son guerras varias, hambrunas y enfermedad. Como de esto no gastamos en nuestras sociedades opulentas del siglo XXI, digamos que la edad madura ahora resulta ser aquella en la que te pagas tú el móvil de alta gama (y su abono) y viajas en avión de Ryanair por media Europa sin haber estado nunca en Segovia (por poner un ejemplo cercano geográficamente) y se te va medio sueldo en cosmética. Insisto, esta edad madura es poco atractiva, así que esto también explica la población tardo adolescente que es apabullante y supernumeraria hasta tal punto que la televisión se hace para ellos, el cine también y los libros bien escritos, sin trama policiaca sangrienta y sin una señora policía que está mal de los nervios son cada vez menos.
Siguiendo este orden cronológico hemos llegado más o menos a la edad en la que me encuentro, que debería seguir siendo la edad madura, teniendo en cuenta que los sexagenarios rechazan de plano ser la tercera edad que ahora se ha desplazado hasta los ochenta, a los que muchos llegan pletóricos. Si tengo que hablar por experiencia propia, yo me encuentro en esa edad donde empiezo a no entender por dónde va el mundo o lo entiendo demasiado bien como para preocuparme. Es la mía la edad del asombro ante las nuevas invenciones y la de la sospecha de que no todas son buenas y que, las que sí lo son, no viviremos lo suficiente para aprovecharlas. Es esta edad la mía en la que me empeño en seguir siendo atlética, pero saltar de la cama ya supone un crujir de huesos; en la que sigo ahorrando “porque nunca se sabe” cuando lo que tendría que hacer es gastar sin medida por esa misma razón; y en la que abro los periódicos cada mañana (sin abrirlos verdaderamente porque son digitales) esperando una enormidad cotidiana que deje en pañales la enormidad leída ayer por la mañana.
Yo la llamo la edad de la extrañeza. Esa en la que una no es ni vieja ni joven aunque pretenda ser ambas cosas; esa en la que no se entiende a los mayores que vivieron una guerra pero tampoco a los más jóvenes que incluso se atreven a negar que existió; la edad de la fragilidad física que comienza pero a la vez de la plenitud de cabeza que discurre mejor que nunca porque ha acumulado mucho conocimiento de causa; la edad de la soledad necesaria cuando la compañía es superflua y la compañía bendita cuando la soledad nos acosa. Es la edad de la extrañeza porque empezamos a sentirnos extraños a lo que nos rodea, originales sin serlo y poco proclives a cambiar alguna que otra mala costumbre. La edad en la que el trabajo es a la vez una pesada carga y un clavo ardiendo al que agarrarnos cuando no queremos que nos den el certificado de inútiles; la edad en la que hay quien tiene padres, hijos y hasta nietos simultáneamente y todos se arriman al árbol propio buscando sombra. Son todas estas, muchas cosas juntas y muy complicadas, se lo aseguro yo, que vivo plenamente instalada en esta mala edad de la extrañeza de la que se sale para ser viejo o incluso otra cosa peor que me ahorro el nombre.
Concha Torres
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