Los pobres sin hogar constituyen una especie de “estirpe de Caín” que de forma misteriosa e interminable se prolonga a lo largo de los tiempos, las épocas y los sistemas políticos y culturales más diversos
BRONISLAW GEREMEK
En una sociedad del bienestar como la nuestra, nadie debería verse obligado a vivir en la calle.
MERCÈ SOLÉ
Desde el año 2010, todos los 10 de octubre, se celebra el día de las personas sin hogar, con el objetivo de contribuir a generar conciencia sobre esta realidad y de promover políticas públicas enfocadas en garantizar que nadie viva en la calle. La pobreza extrema es siempre sospechosa y difícil de contemplar. Por eso mismo resulta tan difícil reconocerla y hacerla visible. A veces, lo más fácil es negarla. A lo largo de las últimas dos décadas, en España se utilizó sobre todo el término transeúnte para designar a la gente que iba de albergue en albergue y de ropero en comedor. Ahora se prefiere hablar de personas sin hogar, personas heterogéneas que carecen de un techo donde alojarse de forma temporal o permanente
En su campaña anual, Cáritas comenta que el sinhogarismo es una realidad dramática y dolorosa que afecta cada día a más personas, y se hace aún más grave, cuando son mujeres las que la padecen. La mayoría son víctimas de distintas formas de violencia que tienen su efecto directo en la vulneración de derechos que experimentan y, como consecuencia, las deriva a situaciones de calle y sin hogar en unos contextos de mayor dureza, agresividad y desprotección.
En una sociedad como la nuestra, nadie debería estar durmiendo en las calles. Son muchas las causas que arrojan a las personas al sinhogarismo: la ruptura de la pareja o la pérdida de empleo, problemas mentales o desahucios, o problemas como el alcoholismo y la drogadicción. Los especialistas nos hablan de tres factores que llevan a esta situación: económicos, relacionales y vivenciales.
Entre los económicos están factores como perder el empleo, ingresos de trabajo muy bajos que no te permiten llegar a final de mes, no tener una vivienda. Entre los relacionales, podemos destacar, conflictos con la familia, ruptura de la pareja, aislarse de amigos y conocidos. Por último, entre los de tipo vivencial, la persistencia en esta situación de vida en la calle hace que la persona pierda el sentido vital de su existencia.
La falta de hogar es la inaceptable consecuencia del fracaso por parte de los Estados en la implementación del derecho a una vivienda adecuada. Requiere respuestas urgentes e inmediatas con base a los Derechos Humanos por parte de la comunidad internacional y de todos los Estados.
Cáritas estima que cerca de 800.000 hogares y 2,1 millones de personas sufren situaciones de inseguridad en la vivienda (VIII Informe Foessa sobre Exclusión y Desarrollo Social en España). Nos comentaba Cáritas, que cuando se sufre una situación de sin hogar, se entra menudo en un proceso de desesperanza y desesperación. La persona nunca pierde su dignidad, pero si la capacidad para defenderla.
La vivienda es un derecho humano fundamental. Está consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en muchos tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. El sinhogarismo es uno de los fenómenos peor conocidos y que ha adolecido de falta de políticas integrales en su intervención.
La información tan abundante sobre la necesidad y vulnerabilidad humana crea en nosotros un sentimiento de solidaridad frente a las estructuras egoístas de nuestro mundo, pero también acrecienta la sensación de impotencia. Solemos ver más miseria que la que podemos solucionar y ante una sociedad tan deshumanizada nos preguntamos: ¿Qué podemos hacer?
En primer lugar, es necesario exigir a nuestros políticos que ejercen el poder, que realicen una buena distribución de los recursos de la sociedad. Promocionando la integración, la cohesión y la igualdad, favoreciendo la autonomía de las personas, familias y grupos, sobre todo a los que viven en situación de pobreza, exclusión o riesgo social. Tres elementos son necesarios para elevar el bienestar de la situación de pobreza: las políticas de vivienda, el apoyo a las familias y la lucha contra la exclusión social. Nuestro país ha empeorado notablemente en las políticas de vivienda, considerando que la vivienda es la primera barrera de protección para preservar la salud, la vida y la dignidad.
En segundo lugar, debemos revisar las relaciones de justicia. Nos hemos dado, no sin dificultad unos derechos del hombre y del ciudadano, pero el hecho que hayan sido promulgados no equivale a que sean respetados. Debemos luchar por que prevalezcan los derechos humanos fundamentales, como la igualdad, la educación, la vivienda, el trabajo, la participación, etc., que permitan reconstruir la vida personal, familiar, o la socialización del individuo. La pérdida de esos derechos es una agresión al propio ser, a su dignidad.
En tercer lugar, debemos construir una sociedad de la solidaridad, que supere las exigencias de las relaciones de justicia y de igualdad, humanizando la existencia de los más vulnerables. De los numerosos nombres que el amor o el agáp? ha recibido a lo largo de los siglos hoy confluye en la palabra solidaridad. El bienestar y el consumismo nos prohíbe pensar en los que más sufren y son más vulnerables, reprimiendo una cultura del corazón. Allí donde no hay corazón tampoco crece la esperanza. La solidaridad no solo se ejercita en acciones concretas, se debe vivir cada instante en la entrega gratuita y desinteresada, materializándola en el hambre por la justicia, que es la verdadera solidaridad.
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