Queridos y queridas, que vivís en un guerra:
Por mucho que pasen por mi retina estos días tantas imágenes de casas derrumbadas por los misiles, personas que gritan de dolor por la terrible pérdida del familiar o del amigo querido, o rostros desencajados, sucios, hambrientos o desesperados, no puedo imaginarme la realidad que vivís cada día.
Nadie os puede dar ningún argumento que os valga para entender la barbarie y la sin razón de la violencia que se ceba con vosotros, con vuestros hogares y con vuestro país. ¿Qué culpa tiene tu hijo, tu madre, tu marido, tu amigo? ¿Qué han esas familias a los que un misil ha arruinado su existencia sin piedad, sin pedir ni siquiera permiso para entrar? Así, de repente, sin preaviso, sin respeto a la dignidad mínima.
En medio de toda esta barbaridad que os toca vivir, os hacéis la pregunta de quién os protege, quién cuida de vosotros o quien os defiende. Y también la pregunta de por qué, por qué vosotros. ¿Y Dios? ¿Dónde está Dios cuando una bomba ha reventado un bloque de viviendas con gente dentro? Entiendo vuestras preguntas, que también a veces son las mías. Pero a quien les cae el polvo de las explosiones es a vosotros, quienes se manchan de sangre la ropa y las manos al recoger el cuerpo herido o muerto del de al lado sois vosotros, y quienes tienen que vivir bajo el miedo casi constante y el ruido insoportable de los aviones o las sirenas, sois vosotros.
También veo en los telediarios y en los medios de comunicación gestos de heroísmo, entrega y sacrificio por los demás. Esos gestos que a veces cuesta verlos en nuestra sociedad engordada por tanto bienestar, cebada con fútbol, realities y series de todos los pelajes, acomodada e hipócrita, cuyos gobiernos se indignan con la guerra y a la vez venden armas. Y nosotros, los ciudadanos, preocupados porque tal equipo perdió, por las arrugas que nos salen o por comer más productos ecológicos.
No tengo mucho que ofreceros desde donde estoy. No me puedo poner en vuestro lugar por mucho que lo intento, porque a mí no me ha tocado vivir una situación así. Mis abuelos me contaban historias de la guerra civil, que de niño me llenaban de curiosidad y de mayor releo con profunda pena y tristeza. No sé si llegado el caso, yo tendría el valor y la fuerza para animar a los míos. No sé si me dejaría comer por el odio y la sed de venganza o esperanza se desmoronaría con la facilidad de un castillo de cartas de la baraja, aunque fuera española.
Desde aquí, tan solo quiero haceros llegar mi abrazo, pobre y mediocre, pero abrazo a fin de cuentas. Un abrazo largo y directo, con el que quiero deciros que siento mucho esa situación y de la que me siento impotente. No puedo imaginar vuestro dolor y vuestro sufrimiento, pero hoy lo quiero hacer un poco mío también. También mi oración por la paz y por todas vosotros y vuestras familias.
Y dejadme expresar mi deseo para que terminen las malditas guerras, porque las guerras, al final, las perdemos toda la humanidad.
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