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Un faraón esclavista en la Eritrea del siglo XXI
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Un faraón esclavista en la Eritrea del siglo XXI

Actualizado 25/09/2024 11:32
Marcelino García

El dictador Isaias Aferweki, condenado por crímenes contra la humanidad, lleva en el poder desde la independencia del país en 1993, gobernando con mano de hierro mediante un sistema de partido único y una despiadada política represiva.

Óscar Delgado Muñoz

Defensor de los derechos humanos

Colonia italiana desde 1890, en 1936 Eritrea pasa a formar parte del África Oriental italiano junto a Etiopía y Somalia, y en 1941, tras la derrota de Italia en la zona, pasa a administración británica. En 1952, el protectorado eritreo fue entregado a Etiopía como país federado, lo que ocasionó un conflicto armado que provocó, primero, la disolución de la federación y la restricción de la autonomía de la región, y en 1993, la independencia de Eritrea y su constitución como un estado independiente.

Las tensas relaciones entre ambos países desembocaron en una nueva guerra en 1998, tras la invasión etíope de la ciudad de Badme, lo que causó la muerte de miles de soldados eritreos. La guerra terminó con la intervención de una comisión de la ONU, que fijó las fronteras entre los dos estados, dictaminando en 2002 que Etiopía debía de abandonar la ciudad al formar parte de Eritrea. Pero las fuerzas etíopes no se retiraron hasta 2018, cuando finalmente se firmó un acuerdo de paz entre ambos países, poniendo fin al largo conflicto.

En este contexto se explica que las marcas de la guerra sean todavía palpables en muchas zonas del país, con algunas ciudades medio abandonadas que continúan reconstruyéndose, infraestructuras dañadas y con gran parte de la población empobrecida. Todo ello ha provocado fuertes corrientes migratorias, tanto a la capital, Asmara, como hacia el extranjero, pese a las numerosas prohibiciones en el país para emigrar. A todo ello se añade que el líder político y dictador Isaias Aferweki, condenado por crímenes contra la humanidad, lleva en el poder desde la independencia del país en 1993, gobernando con mano de hierro mediante un sistema de partido único y una despiadada política represiva.

El país es, tal como denuncia Reporteros sin Fronteras, uno de los de menor libertad de prensa del mundo debido a que los medios de comunicación se hallan bajo un estricto control del Gobierno. Los derechos recogidos en la Constitución no se suelen respetar bajo la premisa de la situación de emergencia en la que se suele encontrar el país, recientemente afectado por la guerra civil en la vecina región etíope de Tigray, que se ha cobrado la vida de unas 600.000 personas.

Asimismo, en Eritrea solo se permiten cuatro religiones, el islam suní, la iglesia católica, y las iglesias luterana y ortodoxa eritreas; el resto de religiones quedan prohibidas por el Estado. De esta manera se multiplican en el país los casos de detenciones arbitrarias y desapariciones forzosas, así como de discriminación y persecuciones, también a algunos pueblos indígenas. Eritrea es uno de los países más herméticos del mundo, sin libertad política o religiosa, ni medios de información libres; y el gobierno no permite la entrada de observadores internacionales.

Importa subrayar que es el segundo país del mundo con mayor tasa de esclavitud, solo por detrás de Corea del Norte, con 90 personas por cada 1.000 habitantes viviendo en situación de «esclavitud moderna», según el Índice Global de Esclavitud. Este dato, ya de por sí inquietante, resulta todavía más perturbador al saber que es el propio Estado eritreo el que esclaviza a sus ciudadanos, especialmente a través de un servicio militar obligatorio, para hombres y mujeres, que no acepta objetores de conciencia y, sobre todo, que pese a que su duración oficial es de dieciocho meses, en la práctica es indefinido. No son raros los casos de adolescentes reclutados a los quince años y que son retenidos hasta que cumplen más de cincuenta.

Es así como el Servicio Nacional aprisiona a su población en régimen de trabajos forzados durante una prolongada etapa de su vida adulta, soportando largas jornadas de explotación en condiciones deplorables, muchos durante décadas. Y a lo largo de esta etapa, tendrán que hacer todo el trabajo que se les ordene, a menudo en minas o en la construcción.

Los eritreos que desean evitar la esclavitud, tienen dos opciones, o escapar del país y arriesgar la vida emigrando hacia Europa, o quedarse en el país y ser encarcelados y torturados en uno de los numerosos centros de detención.

Mientras esta situación continúa, compañías y bancos occidentales operan minas en el país, siendo cómplices de los trabajos forzados; la propia Unión Europea ha colaborado en la inversión de proyectos de infraestructuras, donde se emplea a personas del servicio nacional. Tanto instituciones como empresas se escudan en aceptar que el trabajo forzoso en el país es inevitable, ante la postura firme del gobierno; y siguen financiando un auténtico estado esclavista.

La ONU ha pedido en multitud de ocasiones coordinarse con el Estado eritreo para frenar las habituales vulneraciones de los derechos de sus ciudadanos. Sin embargo, no existe cooperación alguna del ejecutivo de Isaias Afewerki, y un sistema que esclaviza y mata a su población va camino de perpetuarse.

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