En la profunda hondura del Estrecho duermen las esperanzas de los que no llegan, respiración de ahogados en la ruta de los grandes peces que arrincona la almadraba. Y por encima, siguiendo el rastro de los pájaros que nada saben de papeles ni pateras, los enormes barcos, cetáceos plenos de contenedores que llevan en su bestial geometría todo lo que no necesitamos pero queremos comprar, la basura con la que nos aturdimos día tras día. Cruzan los barcos contenedores con su pesadez cuadriculada, llenos de comida de otros lugares que devoramos con ansias de viaje, y plástico para envolver nuestra desidia. Contenedores que atraviesan el mar contaminando con su sola presencia.
En las idas y venidas frente al párpado que acompaña la quietud de los quietos, algo que alguien dice me detiene del quehacer constante: no tenemos escuelas, sino contendedores de niños. Y la frase se me queda pegada como las babas del diablo que ahora adornan la calle de farola a semáforo, intentando cazar la inercia de los días… un contenedor de niños, un contenedor de viejos, lugares donde aparcar aquello que no tenemos tiempo ni ganas de cuidar a pesar de todo nuestro amor que se supone real y cierto. Contenedores.
En la escuela, madrugadores y tardones pasan el tiempo que los padres ocupan en ganar el dinero que les eduque. En la residencia, los quietos están aún más quietos, protegidos eso sí, de toda perturbación mientras esperan la venida de la visita. Son la infancia y la vejez un tiempo de aguardar lo que no llega… y en el caso de los quietos, mejor que se tarde, que se quede en el nombre del otro en la esquela de lo días. Y mientras, la tele como un consuelo en sordina, la luz que cambia de inclinación sobre la alfombra, el hijo, la nieta, el correr de las horas mientras el trabajo fuera tiene el fragor de la carrera, la obligada prisa.
Cruje el contenedor vaciando su carga inútil. Mientras, en el alfar, las manos siguen curvando el espacio del corazón donde guardar el vino de los tiempos, el recuerdo de lo eterno. Los platos en los que sirvo la comida del día de fiesta están pintados con la mano del artesano que nada sabe de prisas. El contenedor de las semanas sigue atravesando el Estrecho ajeno a las pateras frágiles como hojas al viento de pájaros y es la quietud quien mira en la pantalla lo que pasa en un mundo que condena a niños y viejos al contenedor de los días. Y en el horno de la paciencia, mientras, se cuece el futuro, constante y pleno para llenarlo con la vida.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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