Pocas veces nos paramos a pensar lo mucho que debemos agradecer la cultura que nos ha llegado de los primeros pueblos civilizados. De unos aprendimos a sobrevivir de la madre naturaleza, de otros a leer y escribir, y en nuestro caso, de la antigua Roma tenemos un conjunto de normas por las que debe regirse la humanidad y que, con el nombre de Derecho Romano, impregnan buena parte de nuestro ordenamiento jurídico.
De aquella época data la famosa frase pronunciada por Julio César, y retocada por Cicerón: “La mujer del César no sólo debe ser honesta, también debe parecerlo”. Nuestro Julio César se llama Pedro Sánchez y su esposa, Pompeya, es Begoña Gómez. Estoy convencido de que, de no haber perdurado la esencia del derecho romano, más de un español seguiría pensado lo mismo que César. Es de sentido común porque lo dicta la propia naturaleza y la razón. Con independencia del partido a que se pertenezca, las personas que viven de la política deben ser muy escrupulosas a la hora de cumplir con las normas que dicta la ética y las buenas costumbres, y velar al máximo por la buena conducta de todos los miembros de la familia.
El acceso a la función pública debe regirse por principios tan lógicos como el interés general, la moral y la integridad. Cuando se pasa por encima de todas esas formalidades y aprovechándose del cargo se da preferencia a los familiares o amigos para que ocupen cargos oficiales o accedan a dádivas y favores, ese método tiene un nombre: nepotismo.
En boca de todos está la investigación seguida contra la esposa y el hermano de Pedro Sánchez. El tema es lo suficientemente escabroso como para que un profano en leyes, como yo, pretenda juzgar lo que aún no ha hecho la justicia. Sin embargo, como cualquier español de a pie, leo y escucho lo que se comenta a la vez que compruebo la diferente forma de interpretar los hechos, según se pertenezca al partido de Sánchez, o no. Ya es sintomático el interés que demuestra el aparato del nuevo progresismo para conseguir que el juez que ha abierto las diligencias deje de hacerlo por creer que está prevaricando. Son palabras muy fuertes para un sistema jurídico que se supone garantista e independiente y, antes de expresarlas, cualquier ciudadano, y mucho más si es político, debe estar completamente seguro de lo que pregona. No sería el primer juez acusado de parcialidad que resultó ser inocente, después de haberle causado un daño irreparable.
Cuando un juez que está cumpliendo con su deber de forma escrupulosamente imparcial, observa cómo los políticos quieren presionarle para que incline la balanza en favor, o en contra, del investigado de turno, según sea simpatizante o adversario, puedo imaginarme su estado de ánimo. Los velados ataques que sufre la independencia de la Justicia cuando aparece el político vasallo del desafuero, son muy poco edificantes y dejan a las claras su escaso talante democrático.
Nuestra Constitución y las diferentes leyes que regulan los enjuiciamientos señalan claramente el procedimiento a seguir. Hasta los más lerdos en Derecho sabemos lo que significa ser investigado, ser juzgado y ser condenado o absuelto. También, que todo acusado es presuntamente inocente mientras no haya sido declarado culpable. Basta ver la TV para ponerse al día.
Ahora bien, es muy posible que ese escaso conocimiento nos lleve a dar por sentada alguna improcedencia. Quiero suponer que los que dictaron las leyes buscaron la forma de dotar al acusado de todas las garantías necesarias para su justa defensa. De ahí, supongo, viene la necesidad de un perito en leyes para que defienda sus intereses. Me parece muy bien aquello de “In dubio, pro reo”; lo mismo que sucede con la potestad que tienen los testigos de no contestar a las preguntas que puedan perjudicar al acusado cuando sea familiar en primer grado. Todo eso está muy bien y, curiosamente, es lo primero que aprende la parte del acusado cuando este resulta ser verdadero culpable.
Abusando de ese desconocimiento, tendrán que disculparme si no alcanzo a comprender por qué se niega a responder al juez un testigo, familiar en primer grado del acusado, si está absolutamente seguro de que es inocente. Estando seguro de esa inocencia ¿No sería más lógico aportar al juez todas las circunstancias que puedan aclarar el caso de forma inexorable? Con la callada por respuesta, se da pie a pensar que “El que calla otorga”. Aunque sólo fuera por dar ejemplo, la ética y hasta la estética, obligan a esperar mucho más de un presidente que tiene la palabrería suficiente cuando se trata de zaherir a quien le lleva la contraria. Cuando se echa de menos el buen gusto y el saber estar, es porque algo huele a podrido.
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