Cuando me lavaba la cara antes de salir al lugar donde redactaré la columna, pensaba en el verso de Quevedo, “polvo serán, mas polvo enamorado”. Decía en mi interior, cuánta razón tenía. Por eso, ahora cuando llegue adonde voy, buscaré la edición de Blecua del soneto “Amor constante, más allá de la muerte”.
“Polvo serán, mas polvo enamorado.” La cita corresponde a un verso, un soneto, de Francisco de Quevedo. Todo lector de la literatura clásica española conoce el nombre del poema, “Amor constante, más allá de la muerte”. Todo lector erudito de esa literatura conoce, además, el nombre del editor de la obra del vate del siglo de Góngora, José Manuel Blecua. Y todo académico de Salamanca y Barcelona sabe qué influencia ejerció en las generaciones de catedráticos de esta filología en España y otros países, otros continentes. El verso “polvo serán, mas polvo enamorado”, de otro lado, a los autores latinoamericanos nos lleva a pensar en Ernesto Cardenal y su Canto cósmico, volumen que obviamente guarda una relación con el poema de Walt Whitman leído por todos nosotros, "Canto a mí mismo".
Días atrás, a un amigo de un país de habla inglesa no lector de poesía, pero políglota consumado (alemán, chino, etc.) le conté el argumento del poema “Oh Capitán, mi Capitán”, de Walt Whitman. Omití, por razones obvias, el dato de que la historia del héroe en la batalla correspondía a una pieza lírica. De manera natural, nuestro interlocutor se mostró sumamente interesado. Ese mismo día por la noche, como respuesta a mi envío del poema original en inglés, me escribió: “Not bad poetry. Have you read the Spanish version as well?”
Por nuestra parte, en nuestro camino rumbo a la creación de una voz propia no solo en la literatura, sino también en la vida, nos sentimos contentos de haber encontrado un criterio consustancial a la estética de nuestra pluma: hemos depurado el discurso al punto de comunicarlo sin sentimentalismo, sin adulteración, sin ninguna trama detrás de su mecanismo gramatical y sintáctico. Referimos exactamente lo que nuestros ojos ven. Aquellas potencias del ánima de la filosofía y la mística del Renacimiento, que no citaremos por no mostrarnos excesivamente académicos, aquellas potencias del ánima (memoria, voluntad y entendimiento) operan bajo una lógica cartesiana, racional, que nada más dejan al descubierto las miserias del mundo y encumbran, con una inteligencia inversamente proporcional, la pobreza más sencilla y humilde de la vida, donde resulta posible comunicar la verdad.
Lo anterior del discurso depurado de sentimentalismo, sin adulteración, no equivale a la negación del sentimiento y la emoción. Si refiriéramos esto en términos deportivos, diríamos —según nos lo ha referido un deportista de alto rendimiento— que sería como practicar una disciplina con una técnica perfecta, consumada, al punto de que el esfuerzo no se nota, salvo por el necesario consumo de energía de la puesta en marcha (en página) de la actividad. El río de tinta manando en el canal de los renglones desprende a su paso por el verbo un sonido muy parecido al de una bendición atea. Disponemos, volviendo al lenguaje de las letras, de un idioma claro, exento de ambigüedad.
Una forma de amor puro como el presente lo vi en un video de Facebook, compartido en un grupo de WhatsApp. Consiste en el amor sin deseo: el amor de los padres por los hijos, por ejemplo, el de los nietos por los abuelos. Ese amor no exige nada (cualquier tipo de exigencia nunca saldrá del carril de la tolerancia y la comprensión infinitas). Ese amor escapa a la medida de la cinta métrica, no lo percibe la aguja de la balanza, el iPhone alcanza a distinguir el perfil de su sonrisa. Nosotros no lo conocemos.
Los adjetivos —¿lo leímos por primera vez en Horacio de Quiroga?— sobran en la literatura. Las cosas, simplemente, son. Igual que este amor. No son de una manera, ni de otra: son, nada más. O están en proceso de ser, según lo han referido Jorge Luis Borges, Grecia, Roma, China, etc. Según el autor argentino, las cosas nunca llegarán a ser. La distancia, igual que el tiempo, se reduce a una ficción distinta a la realidad.
Cuando me lavaba la cara antes de salir al lugar donde redactaré la columna, pensaba en el verso de Quevedo, “polvo serán, mas polvo enamorado”. Decía en mi interior, cuánta razón tenía. Por eso, ahora cuando llegue adonde voy, buscaré la edición de Blecua del soneto “Amor constante, más allá de la muerte”. Lo leeré. Y miraré con base en esa idea qué podré escribir para mañana sábado, hoy viernes en Nanjing, al cabo de una semana de trabajo y de un viaje a Shanghái, a Fudan University, donde hemos visitado a una amistad que quizá en este instante, como usted, lector, se encuentre recorriendo con el silencio de su mirada este párrafo que yo no he escrito todavía, que no menciona la frase latina “sic transit gloria mundi”.
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