Nos devuelve la carretera el gusto por el detalle. La geometría del paisaje, el toro de Osborne convertido en recuerdo recortado de un tiempo de publicidad que se metía dentro del alma como anuncio de buenas intenciones. Y soñamos con el eco de una mujer rubia sobre un caballo, o con el negrito del Cola-Cao, que nos sonaba tan exótico como ajeno. Cada edad tiene su sinfonía de la memoria, su sonsonete reiterado, su paisaje sonoro. Ese que ahora guarda el recado de un tiempo que pasó y que llenaba los pueblos de laboriosa energía. Aquella con la que se montaba, casi inocentemente, una fábrica de gaseosas, botellas del corazón en las que caben toda la nostalgia, la burbuja de lo nuevo, la de los carteles de lata, de azulejo, aquellos restos de un deseo de modernidad y progreso.
Pasan y pesan los años que todo lo cambian y en los muros olvidados por la piqueta y la casa nueva que se eleva, se guardan los jirones de páginas olvidadas, de cenefas pintadas, de cartelería que sigue ahí colgada en el muro por una esquina de la memoria. Muros adornados por la enredadera del olvido, muros que acaban venciéndose sobre el solar que nada guarda, el arbolito que nadie riega. Rincones sin dueño que no saben de burbuja inmobiliaria, sólo de un antiguo deseo de prosperidad, de una llamada de atención frente a la carretera. Metal o azulejo para el anís del mono, el tractor de John Deere o el sempiterno Nitrato de Chile que haría más prósperas las tierras de pan llevar. Tiempo de novedad y de convencimiento. Tiempo de seguridad en la palabra dada, el contrato de boca en boca urdido. Tiempo que ahora se mantiene en la ruina que no acaba de caerse, en la pared de piedra seca que se adorna de zarzas y donde se oculta el mundo diminuto de los insectos. Muros que sostuvieron tejados y cubiertas para el pesebre de los animales, la casa del hombre, el abrigo ante los elementos. Muros para protegernos de toda perturbación que hoy se mantienen constantes, enhiestos, y que, pese al abandono, nos hacen sentir la persistencia de lo eterno.
Es el paso que no pesa sobre la piedra, el ladrillo, la teja roja. La ruina que no acaba de caer, el tiempo suspendido. Crece a su alrededor la flora del olvido, el árbol invasivo del alianto que es tan bello como nocivo, y en este recuerdo que se alza, el hombre a caballo, sombra lejana de otro tiempo. Nitrato de Chile. Promesa de tarea fecunda, de posibilidad de cambio, de abono que multiplicará los dones. Es el muro que mantiene la cordura, la seguridad de que todo está en su sitio. El sitio por el que pasamos buscando el eco de nuestros recuerdos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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