Cuando los columnistas no tenemos nada que contar, y es algo que ocurre varias veces al año, solemos hacer listas de cosas que nos agradan o desagradan, de lo que nos resulta intolerable, de lo que desearíamos hacer el día en el que seamos algo más libres (o por lo menos jubilados) de las cosas que están por arreglar en el mundo o incluso en tu comunidad de vecinos y con eso, nos hacemos la falsa ilusión de haber salvado el escollo semanal de forma honrada. La imaginación es un músculo que tenemos bien entrenado aunque, como todo músculo, también padece de agujetas.
En estos días cada vez más cortos de este horrendo mes llamado septiembre y al que yo llamo Sísifo (véase mi columna anterior) se me ocurren pocas cosas de las que hablar, o se me ocurren muchas que ya las he contado aquí y, después de noventa columnas con esta, temo empezar a repetirme. Ustedes, queridos lectores, son el sujeto paciente de unos señores que escribimos, en un principio, para informarles, entretenerles y contarles cosas nuevas. Los columnistas siempre estamos de servicio porque siempre hay algo que relatar, o incluso una vuelta de tuerca que dar a lo ya relatado. Se nos supone ingeniosos y ocurrentes, al cabo de la calle y de lo que opina la gente; actualizados y con memoria de elefante para encontrar el dato olvidado, la metáfora aguda y precisa y la gracia suficiente para que ustedes se enganchen a estas setecientas setenta palabras; en mi caso, un lunes de cada dos. Los columnistas de antes, en aquella mítica prensa que sí era el cuarto poder, no sólo creaban escuela sino cohortes de partidarios acérrimos y algunos llegaron a hacer de la columna una obra literaria. Ahora los columnistas somos bastante menos brillantes y los seguidores nos acaban poniendo los cuernos, hay que perdonarlos.
Iba yo encaminada a escribir un artículo sobre lo que se pierden los niños por no ir mirando por la calle y no levantar la vista de la pantalla; sobre la pena que me da que mis hijos y todos sus coetáneos no sean capaces de parar un rato ese estímulo perpetuo que les da cualquier aplicación y se queden como me he quedado yo ayer embobada viendo una cervatilla en mitad del bosque en mi paseo dominical; sobre los novelones que me he leído en el metro (sobre todo en el de París donde en un tiempo de mi vida pasaba horas y horas) y que ya nadie se lee en unos metros donde el único que hace algo útil es el que toca la guitarra para que le echen unas monedas y encima nadie le escucha. Como digo, venía yo con la lista preparada (porque no tenía otra cosa de qué hablar) y pensaba titular la columna “Qué pena”. De repente me acordé de una expresión colombiana que también escuché frecuentemente en otro tiempo de mi vida que pasé en Colombia: “qué pena con usted”. Con ella recordé la sutilidad y el buen hablar de aquellas gentes colombianas que emplean esta frase no como un lamento sino como una estrategia de comunicación: es una manera dulce de ir anunciando una mala noticia, un retraso, una deuda por pagar, un pedido no entregado, un trámite que no va a realizarse. En ese “qué pena con usted” nunca hay vergüenza, remordimiento, dolor ni compasión (o no solamente) porque para esos otros sentimientos, los colombianos guardan en su vocabulario decenas de palabras equivalentes; ellos tienen un habla prodigiosa que ya quisiéramos poseer a este lado del océano.
Así que hoy, qué pena con ustedes, pero la columna va a ser breve, hasta insulsa, poco reivindicativa y viene cargada del punto de melancolía que esta frase me trae; de mis visitas a aquel país de ensueño lleno de gentes que hablan con propiedad, coleccionan sinónimos y, además, saben emplearlos. De la nostalgia de todos ellos, los que me cruzaba por la calle y me daban plantones de más de media hora con la excusa de “llegamos ahorita” y, en estos días, de mi amigo Rafael Rivas Posada, que falleció el 30 de agosto, pasados los noventa de una vida en la que siendo rector de universidad, ministro, embajador y mediador entre partes enfrentadas, aún tenía tiempo para recibirnos en su casa y procurarnos parte de las mejores conversaciones a las yo haya podido asistir en toda mi vida. Si el colombiano de a pie habla que da gusto oírlo, no les cuento como hablaba Don Rafael y cuánto aprendimos en esa casa que siempre tuvo una puerta abierta para mí y los míos. Lo dicho, cuando no hay tema, no hay tema: qué pena con ustedes.
Concha Torres
La empresa Diario de Salamanca S.L, No nos hacemos responsables de ninguna de las informaciones, opiniones y conceptos que se emitan o publiquen, por los columnistas que en su sección de opinión realizan su intervención, así como de la imagen que los mismos envían.
Serán única y exclusivamente responsable el columnista que haga uso de nuestros servicios y enlaces.
La publicación por SALAMANCARTVALDIA de los artículos de opinión no implica la existencia de relación alguna entre nuestra empresa y columnista, como tampoco la aceptación y aprobación por nuestra parte de los contenidos, siendo su el interviniente el único responsable de los mismos.
En este sentido, si tiene conocimiento efectivo de la ilicitud de las opiniones o imágenes utilizadas por alguno de ellos, agradeceremos que nos lo comunique inmediatamente para que procedamos a deshabilitar el enlace de acceso a la misma.