En mi grupo de amigos a veces comentamos qué hacemos en la ciudad. La paseamos, la fotografiamos, la despedimos y saludamos consecutivamente, la mentamos con orgullo provinciano, la rechazamos y abrazamos. Es pie quebrado y protagonista, adecuada perla irregular en la arenilla del Tormes. Pero, realmente ¿qué hacemos con la ciudad?
Rechinan los 20 años, esa juventud más derrotada que fingida, en cada conversación. El peso de una ciudad tan histórica; de altos monumentos cegando el horizonte, con un trasiego de acentos del norte de Europa perdiendo su intraducible conversación y sus miradas amargadas entre terrazas; es quizás demasiado para nosotros los suplicantes. Lo hemos decretado, amamos la ciudad en la que encontramos todo a, como mucho, treinta minutos de casa. Sin necesidad de cercanías ni metros ni ninguna de esas particularidades de las grandes ciudades. Odiamos la ciudad sin buenas oportunidades laborales, la tradicional “Fachalamanca” a la que le interesa más la hostelería depredadora que la gentrificación de nuestros barrios. Capital de provincias, bella dormida entre los laureles, de amable, pero engañosa, promoción turística.
Una ciudad que, en verdad, oferta “de todo”, no le cabe más sinceridad. A la vanguardia en muchas cosas y a la cola en otras. A la cola en el buen gusto, por ejemplo. No es normal que una ciudad en continua lucha por ser de las más bonitas del mundo plante tanto mamotreto carente de sentido en sus calles. Hace poco, las jardineras verdes tomaban posiciones en el centro histórico, resultando estridentes para locales y pasajeros. Y ahora lo hacen unos maceteros gigantescos. Maceteros que parecen más una instalación del maltratado Facyl, pero que se quedan en una nueva broma pesada de los de arriba. Son, sin duda, buenas iniciativas llevadas a cabo de la peor manera posible. Miro el móvil y una notificación tan verde como las jardineras despunta en la pantalla “Q somos liliputienses”: el mensaje de mi amiga me hace soltar una carcajada porque al ser humano la risa es de lo poco que le resta propio. Claro, aquí yo me cuestiono por qué a unos chavalines novatos en la nueva década les pesa más la histórica urbe, la de los polvorientos y viejos—con cariño— edificios, que al propio Ayuntamiento de Salamanca. Quizás el poder municipal ha quedado únicamente para adornar. Para convertir la ciudad en el perfecto decorado, ya sea para turistas o grandes compañías. Salamanca condenada a ser la trasera de una foto familiar colgada en una casa de Múnich. Ay, Salamanca Peace City World.
Miramos la ciudad como si pudiera respaldarnos. Me pregunto “¿qué hacemos con la ciudad?” y siento que solo puede contestar un imperativo y seco “Take your selfie”.
Probablemente lo único que podamos hacer con Salamanca es pedirle que no nos eche.
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