Hay tantos veranos como tipos de quietos. Los hay de pueblo y sillita a la puerta al fresco de la tarde. Estos son los privilegiados que reciben nietos y hasta siguen inclinándose ante el huerto agradeciendo la tomatera olorosa y la cebolla de la que se tira para ofrecer como ofrenda de la tierra. Luego están los de capital de provincia, de banco a la caída del sol y bastón que recorre el asfalto recalentado. Con un poco de suerte, alguien les ayuda con la compra y no salen al exterior ardiente más que para sentarse en una terracita ya tranquila de sol. Son los quietos del brazo asistido, de la compañía que no cesa para dar el paso vacilante, el paseo necesario… esos que salen y disfrutan de un cierto verano frente a los quietos quietos, que están muy a gusto en la casa de ventilador y persiana bajada, quietos frente a la tele que habla de olas de calor y de atascos a la salida de las grandes ciudades.
Mis quietos tienen poca querencia por la calle. Desde el balcón privilegiado esperan la llegada de las nubes de finales de agosto y comparan los días por el sofoco de una temperatura que no sienten. Lo suyo es el termostato desordenado y aunque hace y tienen calor, parecen no inmutarse ante la manga larga, la faldilla que me he empeñado en aligerar de peso de tela. El suyo es un menú de gazpacho y vasito de horchata que se deja en la mesa como una ofrenda. No hay hambre, no hay prisa, la tele tiene un ritmo sostenido de noticias que se repiten, desgracias ajenas y asesinatos extraños que rompen el ritmo lento de las tardes. Esas tardes a las que llego con un revuelo de faldas de verano, prisas y compra que se va sosegando a medida que me adapto a su ritmo lento: se conocen ya las tardes, dice mi madre mirando por la ventana; ¿Qué hay en la calle? Pregunta mi padre. Ellos en su quietud ralentizan el curso de nuestro tiempo y mi hermano por fin, se sienta, mi hija despliega su mochila de dulces obligaciones y yo, yo vacío la alforja de todos los encargos.
-Ya sabes dónde nos dejas.
El ritmo lento, sosegado, al abrigo de toda perturbación que no sea el eco sostenido de una televisión donde nada parece real, ni las guerras ni las gentes al sol en una playa inacabable. Es el tiempo de un verano ardiente de agua fría que se condensa en un vaso ofrecido una y otra vez sobre la mesa. La mesa compartida en la quietud, el ritmo lento e interior de nuestros quietos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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