“(…) No podrá con la pena mi persona
circundada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!"
MIGUEL HERNÁNDEZ en El rayo que no cesa.
Una decisión judicial, más indignante que sorprendente (dado el podrido cariz que la administración de Justicia está tomando en este país), ha privado a una mujer de 23 años de ejercer, con arreglo a la ley y con todos los pronunciamientos profesionales y técnicos a su favor, su derecho a una muerte digna. El caso, sobradamente conocido, ha sido planteado por el padre de la mujer y una asociación ultraderechista de abogados, y aceptado por una juez de Barcelona que mantiene paralizado el proceso.
Más allá de lo que supone la obstaculización al ejercicio de un derecho fundamental, y por encima de lo que supone someter a una persona en contra de su voluntad a sufrimientos evitables, se plantea una reflexión mucho más profunda: la validez real de las leyes que, aprobadas por el Parlamento (habrá que recordar aquí que es la representación de la soberanía popular), cómo y, sobre todo por qué, se convierten en papel mojado, en desperdicio, en cosa muerta y dibujan la constatación de un gigantesco desprecio y un enorme fraude a la voluntad popular cuando un juez, o una jueza, puede paralizar su aplicación por decisión personal contra los intereses de los afectados, contra los informes fiscales, contra los informes médicos y éticos, cercenando su vigencia, sus garantías y, por tanto, su misma existencia.
Que se haya impedido ejercer un derecho fundamental a una persona mayor de edad en pleno uso de sus facultades decisorias y que cumple todos los requisitos legales, médicos, biológicos, éticos y sociales, certificados por comités de expertos, es una mala noticia para todos y, sobre todo, una deprimente constatación de que la ideología (muy presente en este caso), los dogmas religiosos (también en gran medida condicionantes) y una suerte de aplicación anacrónica --e ilegal- del concepto de patria potestad, se consideran más válidos que las decisiones de “la soberanía popular”, autora, por ejemplo, de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de Regulación de la eutanasia.
La situación de la justicia (escribir La Justicia en este país es adentrarse en el un cierto irrealismo mágico) está causando desde hace tiempo graves quiebras en la convivencia, resultado de sentencias, decisiones, nombramientos, aplazamientos o sobreseimientos (cuando no absoluciones o abstrusas condenas a cual más ilógica e incomprensible tanto para los profanos como para juristas de prestigio), que han creado ya una profunda desconfianza en el sistema judicial español, corregidas sus decisiones en mil y una ocasiones en que, quienes pueden, recurren sus decisiones a tribunales supranacionales.
Que sin los conocimientos técnicos, médicos y biológicos necesarios (que sí poseen quienes informan favorablemente la realización de la eutanasia), una juez pueda interrumpir el ejercicio de un derecho, no es en absoluto una anécdota. Culpar con nombres y apellidos a un árbol togado es no ver el bosque del problema principal que no es otro que la endeblez de un sistema, que llaman democrático, en el que se confunde interesadamente la separación de poderes con la creación de guetos políticos, en el que se puede utilizar la necesaria autonomía judicial como ariete ideológico y donde el respeto -exigido- se lee como sumisión y el desacuerdo como delito.
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