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Escuela de calor
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COLES DE BRUSELAS, 88

Escuela de calor

Actualizado 16/08/2024 13:57
Concha Torres

“Arde la calle al sol de poniente”, que cantaba Radio Futura en aquellos años de la inocencia y el desmadre; y lo malo es que las calles arden sin parar, también al sol de levante e incluso a la caída del sol y al llegar la noche. La calle se ha convertido en un suplicio en esta España de zonas peatonales sin un mal árbol que de sombra y donde por cada metro cuadrado de fachada asoman y respiran calor al menos tres aparatos de aire acondicionado que se han convertido en un derecho humano; este, contrariamente al ruido, justificado de sobra. “Hace falta valor, hace falta valor, ven a la escuela de calor” rezaba su estribillo, y yo se lo propondría al ministerio encargado del turismo como frase estrella para el año que viene; a ver si se atreven tantos a venir ahora que ya sabemos cómo se las gasta el termómetro.

“Esa paloma sobrevuela el peligro, aprendió en una escuela de calor” recitaba el verso de la canción de marras y así vamos a tener que aprender a vivir a partir de ahora: sobrevolando el peligro que suponen las aceras con derecho a chorro de aire caliente, las ciudades sin árboles con invasión de terrazas hosteleras donde nadie se sienta porque es insoportable; la imposibilidad de hacer nada que no sea trabajar (y porque no hay otra) durante doce horas al día y la resignación a no dormir durante las noches tropicales de veinticinco grados o más sin estar en el trópico que, al menos allí, vienen con palmera incluida en el paisaje.

La escuela de calor nos está mostrando los dientes desde hace varios años y me da que ya estamos llegando tarde para controlar sus efectos. El Times inglés declaró a Sevilla “ciudad inhóspita” para los turistas allá por el mes de mayo, cuando las temperaturas eran aún soportables; así que no quiero ni pensar el calificativo que le daría en este mes de agosto de chicharrera y con el centro histórico convertido en una sucesión de hoteles de lujo, franquicias y tiendas de yogur helado. De seguir así, ya no va a merecer la pena sufrir esos calores para ver un decorado sin habitantes, y eso nos va a pasar en muchas de nuestras perlas monumentales si decidimos que las fachadas son para colgar camisetas y las aceras para instalar sillas y mesas donde comer hamburguesas y pizzas… Dense una vuelta mis paisanos por la calle de la Rúa, otrora arteria vital en el ir y venir de la Universidad y ahora un zoco variopinto sin la gracia de los zocos y recalentada a más no poder y comprenderán de qué estoy hablando.

La escuela de calor debería enseñarnos que hay gente que está empezando a jugarse la vida mientras trabaja: 47.000 fallecidos por altas temperaturas el año pasado en la Unión Europea. Hace dos días contemplaba yo, cómodamente sentada en mi avión esperando para despegar, a una trabajadora de Barajas cargando ella sola todas las maletas del vuelo; a pie de pista a las cinco de la tarde en aquel asfalto y con el avión en marcha, fácilmente sobrepasábamos los cuarenta. Nos sobran analistas financieros, futbolistas, influencers y expertos en marketing, tertulianos de televisión y rentistas inmobiliarios, o por lo menos, sobra buena parte del sueldo que cobran por hacer tareas no indispensables; y hay que pagar un plus de peligrosidad a gente como la que carga los aviones a cuarenta a la sombra (y eso cuando hay sombra) y a quien se cruza la ciudad en bicicleta con una tortilla de patata para entregar a domicilio un quince de agosto.

Dice el saber popular que el invierno es el tiempo de los ricos y el verano el de los pobres, que no necesitan más que sombra y agua, pero no sé yo si habrá que corregir el dicho de seguir por donde vamos. La escuela de calor puede ser mortal y a ver si somos capaces de aprender a sobrellevarla como aprenden los que viven en la escuela del frío a no hacer tonterías a bajo cero. Y como dice la canción: “no des un paso, no des un mal paso, esto es una escuela de calor”. Gracias, Radio Futura por ponerle letra y música a esta columna de hoy.

Concha Torres

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