No es malo, como ejercicio mental y espiritual indispensable, que, nos habituemos a distanciarnos de la actualidad vertiginosa y engullidora, para buscar esas huellas que los seres humanos (cada civilización, cada cultura) han ido dejando a lo largo del tiempo, a lo largo de los tiempos, y que se han constituido como más duraderas y permanentes.
En tal tarea, me encuentro estos días con la figura del escritor y reformador social inglés John Ruskin (1819-1900). Leo con deleite su texto tan hermosamente titulado La lámpara de la memoria. Pertenece, claro está, a la que acaso sea su obra más importante: Las siete lámparas de la arquitectura (1849), ya que desarrolla en ella sus ideas estéticas.
Pero ¿cuáles son tales lámparas para Ruskin? Las nombra con términos abstractos y muy evocadores. No son otras que el sacrificio, la verdad, el poder, la belleza, la vida, la memoria y la obediencia. No es cuestión ahora de abordar cada uno de tales términos, de significaciones tan polisémicas y tan distintas según sea quien sobre ellos reflexiones.
La sexta lámpara de la arquitectura es la memoria, indica Ruskin. Y, en tal texto, aparece una bellísima y muy honda reflexión sobre la casa, sobe la morada, sobre esa estancia que, en un determinado espacio de la tierra, corresponde (o debería corresponder, ay; porque cuántos y cuántas hoy en el exilio, en la expulsión del territorio, en la carencia, en la privación de la matria y de la casa) a cada ser humano, como ámbito de dignificación, de identidad, de memoria…
“En lo que respecta a los edificios domésticos –indica Ruskin–, el hombre siempre debe imponer a su corazón y a su poder ciertos límites en la aplicación de estos principios”…
Y alude también, y de qué modo, a la sacralidad de que tendría que estar investida toda casa, toda morada, todo espacio propio. Y, sobre este aspecto, Ruskin expresa cómo “La casa de un buen hombre posee una santidad que no puede ser renovada con cada bloque de pisos que se alce desde sus ruinas”…
Al tiempo que expresa un anhelo muy hondo: “Yo afirmo que si los hombres vivieran como tales, sus casas serían templos”. Algo que contrapone a lo que, ya en su tiempo, observaba en Londres: “esas lamentables moles de cal … que rodean nuestra capital”; algo que ve –y qué común y general se ha vuelto tal práctica agresiva de edificación, por desgracia; hasta el punto de que ya nos parece como algo normal–, con pesar, como “un paisaje profanado”.
John Ruskin tuvo contacto con esos grandes artistas de la Hermandad Prerrafaelitas (Dante Gabriel Rossetti, Burne-Jones, John Everett Millais…); tuvo una notable influencia nada menos que en Mahatma Gandhi; y abogaría por un socialismo cristiano. En Fors Clavigera (1871-1887), recoge diversas cartas que destinara a los obreros ingleses; al tiempo que algunos de sus ensayos sociales los recoge en Sésamo y lirios (1865).
Estos días, en ese ejercicio que cultivamos de continuo de distanciarnos de las urgencias de la actualidad, para vislumbrar los caminos y vías de lo permanente, que han ido trazando los seres humanos a lo largo del tiempo, volvemos a John Ruskin.
Y, de tal ejercicio, salimos reconfortados.
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