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Las ciudades
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Las ciudades

Actualizado 27/07/2024 10:04
Juan Ángel Torres Rechy

Cuando uno ha terminado de leer el libro que tiene en las manos, y ha aprendido a subrayar y escribir en los márgenes, el río de palabras del texto tutor (la mancha de tinta central de la página) modera la velocidad de su gracia y melodía hasta el punto del silencio.

Mi ciudad es pequeña, Xalapa, Veracruz, México. Aquí no puedo escribir como escribía en Nanjing, China, porque Nanjing es una ciudad grande. Allá salía de casa para ir a un café a escribir mi columna. Aquí no tengo ninguna necesidad de ir a ningún otro café para eso: redacto mi columna en casa. Otra diferencia radica en el calor de verano. En Nanjing, tal como lo dice una amiga del Departamento de Alemán de la universidad donde trabajo, el calor allá es como un sauna. A las tres de la madrugada, si uno se levanta para tomar un vaso de agua y por casualidad abre la ventana de la cocina, el horno de la ciudad avienta sus llamaradas invisibles de calor. En Xalapa, en cambio, hoy sábado 27 de julio, el termómetro marca los 20°C.

Antes de emprender mi viaje a Nanjing en agosto del año pasado, un recolector de base (pepenador) nos saludó a mi mamá y a mí en la calle y nos dio su bendición. A mí me dijo que obedeciera a mi madre, que fuera obediente. A ella le dijo que era una buena mujer. Esto lo hizo en la calle de Lucio, entre Juárez y Enríquez, una zona céntrica bien conocida por Simón, Sergio y Jairo, quienes habiéndose graduado de otra universidad china, un par de años después de su licenciatura en el Departamento de Español, vinieron a mi ciudad para saludarme. El recolector de base rechazó humildemente la oferta del billete que quisimos regalarle mi madre y yo, y siguió su camino calle arriba, con su modesto carro para llevar a cuestas la basura de reciclaje, esperando a que parara el tráfico vehicular para cruzar de acera.

El 12 de julio del año pasado, publiqué este texto en mi muro de WeChat, acompañado de una fotografía del recolector de base, donde se apreciaba la cantidad de plástico y cartón que llevaba al centro de acopio: “Hoy conocí a don Chema. Nació el 18 de junio de 1941. Tiene 82 años. Trabaja como pepenador. Cada dos meses, lleva tres bolsas como esta [la de la fotografía] a un punto blanco de reciclaje, a unos 15 km de distancia. El recorrido lo hace caminando, tirando de su carro hecho de fierros viejos. Para descansar en un escalón, ahí al pie de la calle, sacó un cigarro y lo fumó al lado de donde estábamos mi mamá y yo. Conversamos sobre cosas intrascendentes. Nos habló de unos dulces que le gustaban cuando era niño. Al despedirse, me dio su bendición para mi viaje de regreso a China, en esta ocasión a Nanjing Tech University. A mi mamá la bendijo con unas palabras de gracia y fraternidad. Cuando le extendimos un billete para ayudarlo con sus gastos, él tomó nuestras manos y lo rechazó amablemente. Nos dijo que no lo necesitaba”.

Mi padre se sintió sumamente interesado por la historia de don Chema. Nos preguntó si sabíamos dónde vivía. Le dijimos que no teníamos ningún dato más. Cuando terminó de fumar su cigarro, la colilla la puso en una lata de aceite y siguió su camino hacia la oscuridad de la calle. Ayer en mi primer día de haber vuelto a Xalapa, después de un año de trabajo en Nanjing, fui de nuevo con mi madre a esa misma calle donde saludamos a don Chema por primera vez. Nos acercamos con la secreta esperanza de verlo pasar tirando de su carro de fierros viejos, para saludarlo y preguntarle si acaso nos recordaba.

Xalapa, evidentemente, no es Nanjing, ni Salamanca, España. Pero en mi caso, Xalapa es la ciudad donde se encuentran esculpidos mis recuerdos en la piedra del camino. Mi mirada de cada edificio, de cada esquina, de cada parque, evoca sin quererlo una pluralidad de recuerdos que omitimos aquí por no extendernos de manera infinitamente innecesaria. La calle de Santos Degollados me recuerda una cosa en específico. La calle de Zamora hace lo propio. Cempoala, entre 20 de noviembre y el hoy Circuito Presidentes, me lleva a pensar en un recuerdo muy significativo. El tiempo del pasado se sobrepone al presente paso a paso en la ciudad.

En Salamanca, un lugar donde en ocasiones escribía esta columna, que me ofreció el poeta Juan Carlos López Pinto, por medio de mi amigo Alfredo Pérez Alencart, era la biblioteca pública Casa de las Conchas. Me sentaba en la mesa de madera larga de la sala de lectura, en la planta baja, a la izquierda de la entrada. Por esos mismos lugares se sentaba el catedrático Luis Santos Río, siempre con un aura inapreciable. Los lectores de la prensa se sentaban en torno. Los estudiantes de Maestría y Doctorado iban ahí con sus pilas de libros y sus apuntes inconclusos. A las 11 de la mañana, o así, lo suyo era salir de la Casa de las Conchas e ir a por un pincho y un café. En la última planta de la biblioteca tenía una riquísima colección de cine y música que nos hacía la tarde-noche a quienes no teníamos dinero para ir a Madrid o Portugal de picos pardos.

El tiempo de Salamanca fue un tiempo de penurias, donde sobreviví gracias al apoyo de un buen número de personas a quienes quisiera tener la oportunidad de extenderles mi gratitud. La Croissantería París, en la Rúa Mayor, me brindó la oportunidad de trabajar medio tiempo. Alfredo Pérez Alencart, así como Juan Carlos López Pinto, no perdieron oportunidad para preguntarme cómo estaba y si necesitaba algo. Y mi director de tesis doctoral, junto con todo el equipo de investigación del área de los estudios medievales y renacentistas, fue para mí un sustento sobre el que de manera muy sencilla y básica conseguí levantar la humilde arquitectura de mi espíritu no letrado.

Xalapa, de igual modo, no es para mí sino un espejo de la memoria donde reconozco en el secreto murmullo de cada callejón las cosas que ya había olvidado y que no había atinado a recordar de nuevo. Cuando doblo la esquina en una calle del centro, allá adelante, junto a una iglesia, encuentro el árbol donde alguna vez me escondí para que mis papás no me vieran cuando muy preocupados me buscaban y recorrían la calle preguntando por mí. Hay baches que todavía existen desde siempre. Hay casa en ruinas que siguen pobladas por los mismos fantasmas que nunca tuve el valor de encarar. La piscina de la Universidad Veracruzana, recostada en sus 50 m de longitud, continúa inspirándome el mismo terror de aqueños años cuando debía hacer repeticiones de 5 x 200 m mariposa.

Hace apenas unas semanas, en Nanjing escribía sobre el futuro, porque Nanjing es para mí el futuro: quien haya estado ahí, o quien haya visitado Suzhou, Beijing, Hangzhou, Shanghái, etc., como yo lo he hecho, no tendrá ningún problema en entender cómo Asia, simplemente, se encuentra en otra dimensión de la existencia, que no puede entender nadie que no haya vivido la experiencia en carne viva. Italia, Alemania, Bélgica, España, Luxemburgo, etc., por muy europeos que sean, no alcanzan a pellizcar las cosas de allá. La tecnología tiene un despliegue económico y social que dinamiza la vida diaria de una manera indescriptible. Mis compañeros de trabajo norteamericanos tienen una impresión similar. En Nanjing, por cosiguiente, yo escribía lo que veía sentado en los hombros de la hermosa muralla a lo largo del Lago de Xuanwu.

Aquí en Xalapa escribo sobre las cosas que encuentro al paso, cargadas de una dimensión afectiva que desconozco cómo meter en un poema. A Xalapa, como a Salamanca, las he hecho mías recorriéndolas a pie. Conozco a la gente de la calle. La gente de la calle me ha invitado a comer a sus casas. He escuchado las historias del porqué algunas personas renunciaron a la vida y se quedaron a esperar la muerte al pie de un cajero automático o debajo de un puente. Allá, sin ningún familiar mío acompañándome, me permití acercarme al mundo de abajo hasta hincar la rodilla en el suelo para escuchar las palabras que solo se oyen a ras de calle. Aquí en Xalapa, alguna vez, hice algo similar.

A Nanjing la he recorrido a pie igualmente en distancias que rondan los 20,000, 25,000, 30,000 pasos. Me he perdido por sus calles antiguas hasta dar a avenidas de las que no puedo volver a casa si no es en metro. Mis horas de trabajo, de docencia, de revisión de tareas, de asesorías, las he conjugado con una visita a los lugares históricos emblemáticos, para palpar siquiera con la vista una cultura que escapa a nuestra capacidad de numeración. Mi calzado ha sido mi forma de acercarme a esa civilización milenaria. Como en el caso de una Bagdad, del mundo árabe, donde radica la cuna de la civilización, Nanjing a su manera, habiendo sido capital de China durante cinco dinastías, no deja de comportar un talante noble y sereno que solo el tiempo sabe dar.

La historia de una ciudad necesariamente pasa por la historia de sus pobladores. Las dinámicas sociales y económicas responden al tejido humano de sus cimientos. La descripción de una ciudad nunca podrá alcanzar la supuesta condición de objetividad que la ciencia dice tener. Hablar de una ciudad puede reducirse a la mención de una sola persona. Para Pedro Páramo (válgaseme la cita de una referencia literaria), su pueblo Comala era Susana San Juan. Cada autor ha medido su urbe a la medida de su corazón. A Milán la tengo en mente por Caterina Medici, a quien conocí a la edad de 12 años por Leonardo Sciascia.

El día de ayer, viernes, vino a visitarme el maestro grabador mexicano Carlos Garibay Millán. Apenas supo que había llegado a Xalapa, dejó su gubia en el taller y me preguntó por teléfono si podía venir a mi casa. Quería escuchar cómo era la vida en el Oriente. Me dijo que en un futuro no lejano, esperaba comenzar a trabajar en una serie de grabados de piezas orientales con la información que yo pudiera ofrecerle. Él cuenta con un repertorio recuperado de internet, pero siempre la conversación de viva voz, al parecer, nutre con un suministro espiritual los datos fríos que la red arroja a las pantallas de nuestros dispositivos no inteligentes. Mi directora de Nanjing Tech University, Dra. Yun Luan, lo puso de relieve en una conversación hace no muchos días: aquí radica el sentido de las comunicaciones interculturales, en el valor apreciado por la mirada del otro, que atina a descifrar lo que uno está acostumbrado a ver de una manera.

A mi Xalapa, Nanjing la vuelve una ciudad humana, completa, le concede el don de la totalidad con que mi mirada reconoce ahora a Nanjing. Por su parte, años atrás, Salamanca alcanzó a ser mi Salamanca por Suzhou, China, del mismo modo que Suzhou (y Nanjing) nunca hubieran sido las ciudades de hoy para mí si no hubiera sido por Salamanca. En ese tejido de significantes y significados, el placer mayor lo encuentro en la serenidad. Cuando uno ha terminado de leer el libro que tiene en las manos, y ha aprendido a subrayar y escribir en los márgenes, el río de palabras del texto tutor (la mancha de tinta central de la página) modera la velocidad de su gracia y melodía hasta el punto del silencio.

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