Allá, en la habitación, quedaba en el suelo una calceta blanca, con la forma de los dedos de los pies, para calzar las zapatillas del kimono.
***Pórtico***
Les explico un poco de qué va la columna de hoy. Para todas las personas que han visitado Suzhou, China, resultará fácil comprenderlo. Nuestro Kimono no se ubica al inicio del escrito. Para llegar a él, el lector deberá recorrer un sendero planificado con antelación, a la vez exquisito y sencillo, elaborado y simple, diseñado con base en una arquitectura espiritual inapreciable. Solo entonces (o si la gente lo prefiere, podrá saltar de una vez al cabo de la columna, donde encontrará el Kimono); solo entonces, decimos, el sendero nos conducirá a la estancia postrera, donde veremos colgado en la percha del papel digital nuestro Kimono. La imagen corresponde a la Universidad Tongji, Shanghái. El cuadro lo fotografiamos en la biblioteca Yifu, de Nanjing Tech University. El pie de foto lo han fijado Rachel, Ellen y One, pues nosotros no sabíamos cómo resumir el contenido del pie de foto original.
***Introducción***
Días atrás, antes de salir de vacaciones, había redactado una columna y un relato para el día de hoy. En voz alta, se los leí a dos amigos mexicanos, en una conversación por Skype, pues la distancia geográfica no ha impedido que sigamos entreteniéndonos con nuestras cosas letraheridas y de pérdida del tiempo. Ellos me publican allá y yo busco la manera de publicarlos a ellos en otros lados. Lo hacemos con seudónimos. Nos apegamos a la pobre práctica franciscana del pasado, cuando los religiosos daban a la luz sus tratados fragantes sin firmar, para menoscabo de su vanagloria. De vez en cuando nos conectamos con alguien más de alguna otra parte del globo terráqueo. Entre nosotros tres hablamos siete lenguas y media, eso nos ofrece cierta flexibilidad para conseguir contactos con personas de más de dos países.
Tal como le decía a otra amistad muy querida, que ahora se encuentra en Bolivia, a la edad de uno solo queda divertirse por el mundo. No recuerdo si era Emily Dickinson quien se ocupaba con esmero y desvelo de todos los quehaceres cotidianos, para robarle, al final del día, unas cuantas horas a la existencia con el fin de invertirlas en lo que ella más amaba, la poesía. Nosotros, de una manera infinitamente más humilde, nos dedicamos a esa profesión. Nuestro ejercicio de las letras consiste en emplearnos de la manera más perfecta posible en nuestras responsabilidades con el siglo, para que, al caer el cielo con su noche oscura en las últimas horas de la jornada, podamos dedicarnos a nuestros pasatiempos inocentes.
El repertorio de opciones ofertadas por las redes sociales carece de límites numéricos. Mediante la plataforma VKontakte hemos hecho una que otra amistad rusa (uno de nosotros habla ruso). De ese modo, hemos recibido de manera directa impresiones en torno a los clásicos de la literatura de los rublos y mujiks. Yo desconocía el grado de cercanía entre Tolstoi, Gorki y Chéjov. Antes de estas conversaciones yo veía a los escritores como de tiempos distintos. Me parecía en cierto modo a una amistad mexicana para quien la noticia de ir a trabajar a China significaba ir a un área rural, donde primero debíamos conseguir madera para levantar unos postes y colocar sobre ellos una lámina. Así eran mis ideas en torno a la relación entre los tres grandes de la literatura rusa, a pesar de haber estudiado un semestre esta literatura con el traductor y Premio Cervantes xalapeño Sergio Pitol.
Nosotros profesamos una estima al Sur Global, no como un acto popular de esos a los que se adhieren las personas nada más porque ahí les va a ir mejor (vamos adonde sople el viento dicen esas personas), no de ese modo, sino de uno que procura en la medida de las modestas capacidades cerebrales informarse al respecto y adoptar una postura razonada. No obstante, la categoría Sur Global no necesariamente la pegamos en una caja de cartón con los países que caben ahí, sino que la adoptamos como una medida que en realidad quiere decir nos inclinamos hacia el lugar donde el ser humano encuentra una posibilidad real de ser en verdad quien por razones humanas está destinado a ser. O sea, en palabras claras, simpatizamos con lo que tiene más de humano y menos de falsedad.
Pero bueno, yo creo que estamos aquí en la columna para leer una columna, no para leer lo que hemos tenido la molestia y paciencia de encontrar hasta ahora. Por consiguiente, sin más dilación, y con la benevolencia del amable auditorio, a quien solicitamos una pizca más de paciencia, o resignación, le cedemos el paso a la columna auténtica, que redactamos para el día de hoy, cuando estábamos por salir de vacaciones del trabajo. También, pues lo hemos anunciado en ese primer párrafo a estas alturas muy lejano, agregaremos el relato, como detalle de gratitud con el público en general. La columna seguramente la llamaremos Meditación en torno a una circunstancia, mientras que el relato tiene por título Kimono. Si algo tienen de bueno ambas piezas, se debe a la revisión de mis amistades.
***Meditación en torno a una circunstancia***
He entendido que en realidad yo no soy escritor. A esta edad, cuando muchas esperanzas se han desvanecido, solo queda una cosa, la capacidad de esperar. Uno se convierte en un pescador, que aguarda con la caña de pescar el momento exacto cuando la pesca pica la carnada. Uno carece de prisa. No importa que todo suceda un par de días más tarde. En este orden de cosas, yo abrí las manos y solté las palabras tiempo atrás, dejándolas en libertad, como si ellas tuvieran alas y una vida propia. Después, simplemente giré sobre los talones y deshice el camino andado.
Esta tristeza, que a muchos podría parecerles una derrota, tiene un dejo de resignación, pero a la vez de triunfo. En mi alma se ha extinguido el deseo por llegar a ser escritor. Todos mis papeles escritos a mano, que llenan cajones y cajones, cajas y cajas de cartón, y otros repositorios más, han perdido importancia para mí, casi. Si no he aprendido a escribir con todo eso, nunca más lo conseguiré. Ni deseo conseguirlo, en verdad. Pues he visto que la escritura, si bien ocupa un espacio en la tinta del papel, carece en realidad de sustancia. No es nada más que palabras.
El mundo cada vez se me figura con mayor claridad al modo de un espacio para la representación de una voluntad donde el pasado, el presente y el futuro no carecen de unidad. Tal como se lee en los cuentos y poemas, o en los escritos del budismo, todo cabe en cada una de sus partes, a la vez que ese todo cobra su sentido debido al contacto con las partes. Ciertas literaturas señalan como punto de partida del impulso del movimiento el erotismo. En esa energía radica la motivación inicial. De una manera menos elegante, con palabras más simples, a ese erotismo también se le ha dado en llamar, amor.
Los símbolos de la vida y la muerte comparten similitudes a lo largo y ancho del orbe. La resurrección de la semilla depositada bajo tierra ofrece una imagen clara de un significado fundacional para muchas civilizaciones. La idea de la muerte, además, comporta una esencia ligada de manera íntima al acto de la vida. En las órdenes religiosas renunciantes, el iniciado se reviste del hábito de la renuncia para abrirle el paso, de una manera oculta, a la totalidad del ser. En el Museo de Antropología de Xalapa, una talla que interpreté como la de un religioso, o un curandero prehispánico, se trataba de una escultura de la muerte.
El conjunto de paradojas de los caminos de la sabiduría, o el repertorio del oxímoron en diversas circunstancias de esta índole, conduce a un escenario como el de San Juan de la Cruz, cuando habla de las maneras de acercarse al objeto amado alejándose, o de los modos del conocimiento a partir de la ignorancia de lo sabido. Cuando el ser humano se ha dedicado al cultivo de la virtud y la verdad, mediante una morosidad sagrada en la ejecución de cada acto, de manera indefectible la perfección se anuncia en la lejanía de la contemplación rutinaria: el hombre percibe que nunca alcanzará esa magnitud, pero no por ello no deja de portarla como un fuego difícil y oscuro en el pebetero del corazón propio.
La creación del vacío posibilita la oportunidad de que lo no sabido lo colme a uno con su esplendor invisible. El vacío se crea, de manera similar a como el silencio no se oye, sino que se pronuncia. La voz más auténtica es la voz que puede pronunciar las tres sílabas de la palabra silencio. A continuación del conjuro, en el universo de la existencia la especie se sustituye por el género; la porción de agua en el vaso se trueca por la totalidad del agua bebible; la luz de la bombilla casera cede ante el poderío del sol en plenitud.
Las esperanzas de las que hablábamos al inicio, de querer llegar a ser algo, se hacen a un lado para dejar pasar a la acogida absoluta de la realidad presente (que contiene el futuro y el pasado en cada uno de sus instantes eternos). Con los brazos sueltos, en posición de descanso, el alma finalmente se abre y permite que la luz de lo inefable e inasible caiga por la coronilla de la cabeza, directo hasta la morada más recogida del ser. En este trance, que en nada se diferencia del trance de caminar por la calle o tomar un caldo de res, el volumen entero de la sensualidad del cosmos anega las cuencas de los ojos, y dilata por los cauces de las entrañas un algo que escapa a la posibilidad de mención en este párrafo.
Los usos y costumbres invertidos, en este orden de cosas donde ofrecer es tener, y conseguir es perder, el rey se retira la corona de la cabeza y la deja a un lado de su asiento rojo, la dama se retira el maquillaje del rostro y suelta el labial en su tocador, el comerciante le quita el peso a la balanza, el barrendero, con la escoba, consuela a la calle maltratada por la vida. Don Quijote, sentado en un monte, no lejos del cauce de un río, junto a Sancho, redacta una carta que al pie de la letra, pensamos, podría decir: Mi escudero Sancho Panza y yo, en calidad de practicantes del ejercicio de la caballería andante, firmamos la misiva con la esperanza plena de que la doncella más sin igual que no han visto las generaciones, ni verán las venideras, se apiadará de nuestra penosa condición errante, y nos ofrecerá, con su desinterés característico, las prendas de su benevolencia y compasión.
***Kimono***
En el suelo, alineadas junto a la pared, han quedado las botellas de la noche anterior. Un poco más lejos, en la cocina, los restos de otra botella rota brillan con la luz de la ventana. Te asomas al salón para mirar si nadie se quedó a dormir en el sofá, que apenas te han regalado tus padres, sin ellos saber que el anterior resultaba francamente insoportable, de tan aguado, seco, sin alma que estaba.
Encuentras unos lentes junto a la televisión, al lado de unas latas entre tus revistas deportivas y de viajes. Tiras las servilletas a la basura. Sacudes la mesa de centro dejando caer todo al suelo. —Ya lo recogeré más tarde—, dices. Colocas la escoba a un lado del escritorio. Acercas el recogedor.
Te asomas por la ventana y ves que se han estacionado cerca de tu coche, como casi siempre. Resignado, sacas el teléfono del bolsillo y revisas tus redes sociales. Tienes un par de mensajes, pero no les das demasiada importancia. Miras que otras dos personas no te han respondido a ti. Tampoco les das demasiada importancia.
Detrás del sofá, encuentras la chaqueta que le habías prestado a Margarita. Está bien lavada, la llevó a la tintorería, huele a limpia, a pesar del ambiente encerrado del departamento. En el bolsillo interior de la chaqueta encuentras una nota.
He cambiado de número telefónico—dice—. Pero todavía puedes buscarme, si quieres. Ayer cuando los dejé en el karaoke, regresé a tu casa y encontré tu diario abierto. Leí las últimas entradas. Sé lo que piensas de mí. No te gustan mis kimonos. Parezco una figurita de las tiendas del distrito cuarto. Te avergüenza que tus amigos me vean así en las reuniones.
Pues bien, aquí está tu chaqueta, que olía igual a la de mi ex. Te la devuelvo limpia, para que no me recuerde a él, con todo lo que él sí me hacía a mí. Como te lo he dejado escrito en esta nota al inicio, he cambiado de teléfono, pero aún puedes buscarme, si quieres.
Solamente que si me ves con otra persona, por favor no te vayas a poner celoso. Entiendo muy bien lo que escribes en tu diario, cuando dices que te gustaría disponer de libertad para ir adonde quieras, sin tener que responder mis mensajes.
Ahí terminaba la nota. El reloj de la sala marcaba las 11:30 a. m. en punto. Era sábado. Allá, en la habitación, quedaba en el suelo una calceta blanca, con la forma de los dedos de los pies, para calzar las zapatillas del kimono.
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