Las palabras (o los versos), con su lenguaje escrito o hablado, simplemente serían el espejo (sonoro) de una realidad inabarcable, incomprensible.
Como escritor, yo tengo un único deseo: liberarme de las palabras. En un sentido metafórico: levantarme del escritorio (donde ciertamente he pasado toneladas de tiempo leyendo y escribiendo, la mayoría de las veces despacio, en silencio), apagar la luz de la lámpara, cerrar el cuaderno, levantarme de la silla y abrir la ventana para ver el cielo estrellado. Ese es mi deseo como escritor.
En otro orden de ideas, como nadador (fui nadador antes de intentar ser poeta —mi poema del número presente de los Papeles del martes, revista de creación poética salmantina, junio de 2024, carece de un tema que hoy sí abordaremos, con el poema al final de la columna: lo digo para quienes hayan leído la publicación editada por Isabel Bernardo, Luis Frayle Delgado y Chema García, y hayan quedado a la espera de un poema de amor, como lo había anunciado Isabel Bernardo en el pórtico de la revista—), antes de intentar ser poeta, fui nadador, decíamos. Como nadador, deporte que practiqué hasta los 18 años, experimenté un momento de crisis y frustración, que turbó la claridad de mi visión y me impidió evaluar el panorama con claridad. Retomando la metáfora al inicio del escrito, de la persona que se levanta del escritorio (del trabajo) para mirar la noche en la ventana, yo no supe hacer eso a los 18 años como nadador. Arrojé a un lado la mesa metafórica de la natación y salí de casa dando un portazo. Igual que hoy como escritor deseo liberarme de las palabras, en ese entonces 20 años atrás quería como nadador liberarme del entrenamiento. Pero no supe “apagar la luz de la lámpara, cerrar el cuaderno, levantarme de la silla y abrir la ventana para ver el cielo estrellado”.
Recuerdo una frase de San Juan de la Cruz, o un verso, que no citaré textualmente, aunque lo tengo a la vista en una página de internet: mi vida ahora se resume en el amor. Aún antes, todavía más allá en el tiempo, en los orígenes de la era cristiana, una idea similar se le ha atribuido a San Agustín: ama y haz lo que quieras. Para este tipo de amor de los eruditos letraheridos, un amor caritativo, altruista, desinteresado, abnegado, no existen leyes. La jurisprudencia, por más rica y abundante que sea, nunca dejará de reducirse a una mínima parte de lo que contempla la ciencia del amor: las cosas de los hombres se quedan en las cosas de los hombres, mientras que las cosas del universo entero valen tanto para el conjunto cósmico como para la especie humana en particular.
Probablemente, cuando yo he hablado de mi deseo de ser poeta, más que referir el uso y la costumbre del bolígrafo de tinta azul recogiendo en el papel el sonido del mar, he procurado, sin saberlo conscientemente, dar con una forma de pensamiento distinto, donde, en términos gramaticales y sintácticos, podríamos decir que no es el sujeto quien realiza la acción, sino que, en cambio, la acción (universal, infinita, independiente del sujeto) actúa en el ser humano y le ofrece sus recursos existenciales.
Lo anterior, desde luego, habría valido en su momento como explicación del deseo de abandonar la natación. La intuición que ahora puedo referir de manera clara, en aquellos años no era más que una espesura. Yo no quería seguir sumando kilómetros a mi vida diaria, para seguir posicionándome en la escala vertical del pódium. Aspiraba —ahora lo sabemos—, a que la totalidad de la natación me sustentara con sus brazos humanos en ese momento difícil. Los padres solos no pueden hacer ese trabajo. Necesitan de la totalidad de la natación. Aquí en China, donde como ustedes saben yo vivo, encuentro una imagen plástica perfecta para reflejar esa idea: las personas no tienen sus propios platillos en la mesa del comedor para llevarse su bocado a la boca, en vez de eso, disponen de un solo conjunto variado de platillos en común, para recoger de ahí la porción de su individualidad. En Occidente decimos, “la unión hace la fuerza”.
Una vez más, entonces, volvemos al punto de arriba: citamos la inversión sintáctica donde no es ya el sujeto quien realiza su acción del predicado, sino un predicado que actúa desde lo general a lo particular en cada individuo específico. El diagrama de flujo del sistema existencial esbozado arroja un poco de luz sobre lo que decíamos al inicio: como escritor, yo tengo un único deseo, liberarme de las palabras. Es decir, no quiero seguir yo mismo revolviéndome en ellas, sino que —cosa distinta—, quiero dejarlas en libertad, no sujetarlas, no retenerlas, no impedirles nada, para ver, a cambio, qué me ofrecen ellas.
Intento escucharlas en el silencio de la ventana abierta mientras toco con la vista la oscuridad de la luna flotando allá arriba en medio de las estrellas. Las palabras (o los versos), con su lenguaje escrito o hablado, simplemente serían el espejo (sonoro) de una realidad inabarcable, incomprensible. El poema de abajo, dedicado a la tertulia los Papeles del martes, con gente muy humana y muy profesional, lo compuse para una persona a quien no le importa que la mencione por su nombre. Lo he titulado “Alma melancólica”.
***
Te llevo como una moneda debajo de la lengua,
que sirve para llegar al otro lado de la muerte.
Las palabras que seguramente nunca me dirás,
yo las escribiré aquí,
interpretando con mi pluma el silencio de tus labios.
Lo que no escribo,
como tu nombre,
que apenas supe,
lo dejaré para mañana sábado,
cuando haya olvidado todo,
y solo te recuerde con el perfume de las rosas.
Aprenderé a escribir un poema de amor,
como los poemas de los libros,
con palabras perfectas,
impresas en el alma de las cosas.
Mi poema tendría lo que no sé aquí,
me daría otra vida, fingida,
donde tú sí me esperaras, con el hombro descubierto,
debajo de un árbol como este,
donde duermo,
sin escuchar el soplo del viento,
que dice ama.
***
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