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Instantes

Actualizado 22/06/2024 09:02
Juan Ángel Torres Rechy

Su fama llega a nuestros oídos. No resulta cotidiano encontrar a un columnista con tanto oficio, con ideas claras, con un estilo ágil y una ternura natural, cercana a la de Cervantes.

I

La escritura, como todas las cosas humanas, requiere al menos dos personas (tres, si hablamos de perfección). El trabajo del escritor prepara el campo humano donde cultiva su imaginación. Primero crea, después descubre y finalmente busca. El tiempo, para el escritor, consiste en una cosa que se inventa. La página en blanco equivale a un proceso donde la persona se convierte en imaginación.

II

Encontrarme con ustedes equivale a dejar el espacio donde me encuentro y desplazarme a otro espacio distinto, imaginario, donde yo no soy la persona sentada al escritorio sino otra persona más, sonando en el silencio de la palabra escrita.

La voz del escritor viene de un lugar lejano, perdido en una espesura desconocida, que si nos llega al oído solamente se debe a un azar del destino, que el soplo del viento orientó por encima de las copas de los árboles hasta aquí.

Ajeno a sí mismo allá en esa distancia, la creación comparte las características de la creación real del espacio infinito del universo, con su tiempo ficticio orientado por las manecillas del reloj. Su alma, como un paracaídas abierto, cubre la sombra de su caída elevada en una altura espiritual. Sin saberlo, con su rosa enamora el perfume del olfato del entorno oscuro aún.

Los ejes de la razón, al modo de las pinturas de Dalí, carecen de la forma sabida hasta entonces y cobran un uso, una costumbre, ignorada. El vacío se tiende a la planta de los pies con su tacto firme. El ensueño en nada se parece a lo que no corresponde a lo bueno, lo verdadero, lo bello.

En ese trance, los ojos se vuelan, el mar azul del arte acampa manso, inocente. Estamos ante lo otro. Lo otro que no es uno. La perfección cierra su círculo en esa masa de una sustancia diferente. La sensualidad del cosmos, como la miel de un panal, vuelve ámbar la luz del cielo. La poesía, al cabo del trance, despierta.

III

No pensé encontrarme en esta situación de escribir sobre mi vida. A quién puede interesarle. Si la prensa nos habla de ojivas nucleares, de no sé qué países para no sé qué tipo de guerras (guerras que desconozco si han comenzado de manera irrefrenable de cara a un ¿medio plazo? innombrable). Tampoco encontramos reseñas de libros actuales (yo solo leo reseñas, la verdad, no alcanzo a leer como antes cuando en tres días pasaba de una novela a otra). Cuando leo, hoy en día, solo cubro unos cuantos párrafos, unos cuantos versos. No termino. Aunque he encontrado un recurso para leer más: abro el volumen al azar y de tal suerte comienzo la lectura pasando las páginas al revés: leo la 89, la 88, la 87, la 86, etc. Si en el pasado hubiera leído Rayuela, de Julio Cortázar, quizá comentaría su numeración de los capítulos, con base, creo, en un azar bien organizado de la trama de amor de la novela. Antonio Skármeta, el autor de la novela que dio origen a la película Il Postino (El cartero de Neruda), le dedicó su tesis de doctorado a la obra del autor argentino.

Aquí en el Oriente, mi estudio del chino tampoco lo hago de un modo orgánico. Recojo alguna frase de Xiaohongshu (así pueden buscar la plataforma en internet, con la extensión .com) y la analizo palabra por palabra. Utilizo herramientas electrónicas y escribo caracteres y pinyin en hojas de papel, las más de las veces recicladas (fotocopias sin utilizar). Ese estudio del chino, sin embargo, no puedo acometerlo sin complementarlo con alguna lengua más. Pondré un ejemplo, si busco la palabra “partido” (de fútbol), miro cómo se dice en chino y otro idioma más. Mediante esa manera no perfecta, en tiempos recientes he encontrado consuelo en relación con mi natural deseo de aprender. Los viernes, o los jueves, regularmente, escribo una columna para un periódico español. Horas antes de subirla a la plataforma de la prensa salmantina, la remito a mis editores en México y ellos puntualmente, sin demora, me ofrecen una retroalimentación erudita. También, a veces, recurro a alguna otra amistad, para darle a leer alguna pieza breve y preguntarle su opinión. Un caso específico de esto último lo tenemos en el poema al cabo de la columna. La primera versión la comentó el poeta colombiano Rodrigo Lombana y el resultado final lo ofrezco como colofón del escrito presente.

La palabra escrita, aunque ustedes no lo crean, sea en la lengua que sea, tiene un peso, un número y una medida. En ocasiones, para referir algún concepto sutil, o no sutil, común y corriente, usa la metáfora, la elipsis, el oxímoron, etc. Mediante esas figuras poéticas u otras retóricas, no toca de manera directa el concepto referido. A pesar de ello, el lenguaje carece de precisión matemática. Se comporta como el agua, como el fuego: las variables del entorno determinan su existencia de hecho, en un momento específico de la historia (del “siglo”, diríamos en un tono más elegante). El lenguaje, con sus ojos bellos, fijos en los nuestros, nos dice a su manera eso no escrito aquí en el renglón que acaba con punto y seguido. Para las personas no acostumbradas a leer (que no leerán, por consiguiente, esta columna), comentaré algo esencial del oficio del escritor: el enunciado muchas veces se refiere al propio acto de escribir, la referencia a sí mismo resulta un tema frecuente. La palabra habla de la palabra. La mancha de tinta del cuerpo del escrito en la página se contempla a sí mismo, en la mente del autor.

Una pluma que me alegra encontrar en los periódicos, es la del Premio Cervantes Sergio Ramírez. No he leído sus novelas (no repetiré que ahora casi no leo, quizá porque le dedico mi tiempo al trabajo y al estudio de una cultura oriental); las novelas de Sergio Ramírez no las he leído, pero su fama llega a nuestros oídos. No resulta cotidiano encontrar a un columnista con tanto oficio, con ideas claras, con un estilo ágil y una ternura natural, cercana a la de Cervantes.

A objetos como esas piezas de arte seguramente se refirieron los clásicos cuando hablaron de la verdad, la bondad y la belleza. Si la tramoya del mundo cotidiano oculta las cosas para no mostrar su trama al pueblo, señores como Sergio Ramírez hacen lo contrario. Retiran el velo de esas cosas y las dan a conocer. Estas personas, como Cervantes siglos atrás, descubren su corazón: tiran del velo que lo cubre para mostrarlo abiertamente. A esto llamamos ser humano. Lejos de contemplar la realidad por medio de un espejo, nuestra mirada atisba el origen y el destino de la existencia.

Cuando leo reseñas de libros, me encanta ver catálogos. En mi ordenador tengo carpetas dedicadas a conservarlos en formato PDF. De manera paralela, los atesoro en unas memorias USB que guardo en un cajón del escritorio. Cuando cae la tarde de domingo, en ese par de horas difícil de transitar, redacto en un cuaderno de tapas de colores, algún recuerdo mío o de alguien más. Esos apuntes, de manera provisional, los he titulado Instantes. En la página 17 (no tengo las páginas del cuaderno numeradas, solo las conté para la cita), en esa página anoté la referencia a una ventana en una oficina con vista a un espacio verde. Yo dije a las personas que me acompañaban, miren el verde.

Ese verde ahora en China yo lo consumo en una variedad generosa de té. El uso y la costumbre local, me ha contagiado su amor a esas hojas de unos arbustos bien ordenados y cumplidos. A veces, la gente me vende té por WeChat (la red social del país), pero yo no compro. Si compro, lo hago para regalarlo, y si lo bebo, lo hago porque me lo han regalado. En los últimos días, he pensado que de tener algún mérito mi escritura, sin duda se debe al efecto del té. La tierra china mana por la genética de la planta y activa con su sustancia un efecto científico en el cuerpo humano. Estimula el trabajo del organismo de un modo sano. Tomar té aquí podría compararlo a llevar personas a la Ciudad de México a comer tacos de canasta.

En un escrito, la imaginación cubre lo no hollado por el calzado de nuestros pies. Esa visión interior observa la moneda de la Fontana de Trevi por la noche, subiendo con el giro de una suerte no decidida aún. Vemos en el edificio enfrente al joven de la tercera planta leyendo no sabemos si La bruja y el capitán, de Leonardo Sciascia, con el relato de Caterina Medici.

IV

El gusto delicado por lo otro

distante en la distancia donde el prójimo

sencillo como pájaro, cual lumbre,

incendia con su agua la alegría.

El bien de donde bebe nuestra alma

cansada de los siglos y milenios

sumados en la historia del instante

pesa como roca en los hombros.

La página en blanco como siempre

abierta a la suerte de un ripio

encuentra su excelencia en el fallo.

Los martes con papeles encendidos

sin fuego en el remanso de un sueño

nos brindan su revista salmantina.

V

En la columna Carlos Garibay Millán, artista plástico (grabado) mexicano, el crédito de la fotografía corresponde a Gina Collins. La artista radicada en Xalapa, Veracruz, en varias ocasiones nos atendió en el Café Jasón, de Alejandro Jiménez. En ese mismo espacio del café, en la Librería Los Argonautas, Carlos Garibay impartió talleres de grabado y exhibió su obra.

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