Si un día te visita tempestad alguna, recuerda cuánto aire cabe en tus alvéolos, recuerda cuánta brisa cabe en tu risa, recuerda cuánta alma entra hasta el fondo abismal de tu alma.
Si el ánimo se despista, respira lento, mantén la calma y arrima una cerilla a una candela, verás cómo luce con fuerza su llama, mientras su rojo y su naranja bailan, agarrados, su dulce melodía.
Si el aire arrecia, mira, con sosiego, el atardecer desde tu ventana, fíjate en las hebras amables que adornan el cielo sin ninguna prisa.
Si el corazón se alborota, disfruta del paisaje que te rodea, y pregunta sin sonrojo cómo hacen las montañas para permanecer sólidas con el paso de todos los tiempos.
Si tus músculos se tensan, contempla las nubes, tan blancas y esponjosas, ingrávidas, en el azul del firmamento, y busca ser etérea materia.
Si llueve, camina bajo el agua seductora sin temor a empaparte, acaso no ves el río, impertérrito, cada vez que la lluvia se empeña en visitarlo.
Si tu mente se ciega y ofusca en absurdas divagaciones, observa la sencillez del vuelo de las aves, con qué clarividencia aprovechan la brisa y sus oscilaciones para mecerse en sus desplazamientos.
Si no ves el brillo de la luz del día, gira sobre tu eje, y entenderás lo que es convertirse en girasol.
Respira, confiado, el aire que aliviará tus pulmones y distribuirá todo su oxígeno por cada rincón de tu cuerpo.
Sé mar, espuma que se mece sobre el oleaje, hasta que la calma te lleve a descansar sobre la orilla.
Mercedes Sánchez
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