Llevaba casi dos horas viendo vídeos cortos en su teléfono. Lo hacía de forma ininterrumpida, obsesiva y apenas variando la temática. El algoritmo de Instagram, astuto y macabro a un tiempo, no paraba de mostrarle imágenes de chicas altas, mucho más que ella, sin un solo gramo de grasa y con curvas vertiginosas que no podía imaginar en su propio cuerpo ni en el mejor de sus sueños.
Lucía era una chica guapa, siempre lo fue, pero eso ella no lo sabía, pues le nublaban la vista unas inseguridades tan grandes como su corazón. La adicción que sufría a las redes sociales había aumentado exponencial y paralelamente al vacío que sus amigas, todas con cuerpos normativos, le llevaban haciendo desde hacía más de un año.
Con apenas diecisiete, no tenía ninguna expectativa de futuro por delante. Siempre había querido ser influencer y, aunque algunas personas se negaban a considerarlo como un trabajo, ella sí se veía capacitada para influir en los demás. ¿Problema? Uno bien grande: su cuerpo. Se veía inmensa, llena de estrías y con unos pellejos horrendos. Así sólo podría influir en el resto de forma negativa. Ahora, además, tampoco contaba con las dotes de palabra que sí tenía antes de entrar en el círculo vicioso en el que se encontraba. ¿Hacer caso a sus padres y estudiar para alcanzar un futuro mejor? Podría, sí, pero viendo la progresión de la sociedad, en unos años la única forma de ganar dinero de verdad sería online. Lo que ganan médicos, abogados o ingenieros en un año lo podría facturar ella en menos de la mitad de tiempo. Sólo había que ver a algunos creadores de contenido que afirmaban facturar 20K al mes y lucían cuerpos bellos y coches caros. «¿Qué hay más sexy que una chica top en un Audi descapotable?», se preguntó. Su cerebro le dio la respuesta. Nada.
Consiguió levantarse de la cama tras mucho esfuerzo y, arrastrando los pies, se miró al espejo. Se sentía sucia, fea y gorda. Muy gorda. Las lágrimas que inundaban sus mejillas le pedían a gritos despegar hacia nuevas realidades, superar esa basura de pensamiento y buscar aquel horizonte con el que tanto había soñado. Ser feliz en definitiva. Y ahí, en medio de aquel número de ilusionismo vital, su cerebro hizo clic. El ser humano está diseñado para sobrevivir y superar cualquier obstáculo exterior, pero es prisionero de sus propios miedos, calumnias y miserias.
Ese mismo cerebro, el suyo, fue el responsable de activar a sus piernas que, lejos de arrastrarse con dificultad como en segundos anteriores, la llevaron con celeridad y sin ofrecerle alternativa hasta la terraza de su casa. A pesar de que llovía con fuerza, desde aquel ático podía ver casi toda la ciudad de Salamanca, preciosa e imponente con o sin lluvia. Curioso que su cerebro enfermo interpretara esa imagen como una ofensa hacia su propia belleza y no como una estampa idílica de la que disfrutar cada mañana.
Cuando puso el primer pie sobre la barandilla, su cuerpo se zarandeó mientras el cielo lloraba, con más fuerza si cabe, sobre su cuerpo. Miró uno de los charcos que comenzaban a formarse en el suelo y el reflejo que le devolvió le pareció repugnante. Su propia figura le causó una fuerte arcada y ahí supo que había tocado fondo. Sintió que era alguien sin alma, muerta en vida. Respiraba, caminaba y hablaba, pero… ¿Para qué si no aportaba a nada ni a nadie? Era un estorbo para sus padres y para su hermano. Una lacra más.
Su latido comenzó a pausarse cuando supo que el momento había llegado. Pensó una última vez en todas las chicas de su Instagram. También en sus amigas y en sus insultos. Lo tuvo claro.
La lluvia se detuvo como si presagiara lo que iba a suceder. Lucía, que ya no era ella, mostró su sonrisa más triste antes de saltar.
Por fin voló y fue libre…
…al menos unos segundos, antes de que las redes sociales le ganaran la partida de forma definitiva.
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