Casas del Monte es un pueblito de tormentosos vericuetos urbanos
El coche recién lavado y el día facilón, entregado al delirio silencioso y edificante de no hacer nada. Iniciamos el viaje, pocos kilómetros, saludable, de embriagadora claridad. Un día bondadoso y allí donde recalamos, extraordinariamente fértil. Hay ya primavera por esos pagos porque Casas del Monte es Extremadura y esta tierra de conquistadores que menguaron con casta de la buena los océanos del mundo es siempre fértil, luminosa y brava con avaricia.
Casas del Monte es un pueblito de tormentosos vericuetos urbanos pero saliendo no más de sus estrecheces está, de golpe, un anejo del paraíso terrenal. Las últimas aguas encastan bravías en sus bajadas salvajes angostos laberintos de mentirosos remansos y laminan las enormes piedras de cristalinos reflejos. Piscinas naturales le llaman cuando encierran el caudal tremendo en dos grilletes de hierro a duras penas inquebrantables.
Por el camino curvoso un enjambre de cerezos quiere florecer en parcelitas que entrelazan, de vez en cuando limoneros, nogales y en las medias lunas que escriben los senderos, mantas aterciopeladas de trevolines invitan a pacer si de naturaleza animal fuera. Medianas encinas, siempre centinelas eternas, y el rey olivo agarrado a la tierra, a su conciencia. Escasos robles de inhiesto confín y el agua exultante que brinca y grita por doquier generando una expresión de libertad indescriptible.
Casas del Monte, una pequeña y hermosa Extremadura para volver siempre. De regreso noté una mancha en la luna del coche, pero no era una mancha, era una mariposa.