Ya llevo unos cuantos, de sol incluso, aunque el siguiente, dentro de 28 años, quizá ya me toque un poco… lejos.
Por si acaso, hoy me atreví a pedir las gafas especiales, de cartón y Made in China que tenían en mi trabajo y me asomé, que aunque no estamos en Mazatlán –esa ciudad que yo conocía porque salía en Vacaciones en el mar y que ahora se volvió a hacer famosa en el mundo mundial porque la NASA dijo que era desde donde mejor se vería el eclipse–, aquí, en la Ciudad de México se iba a apreciar bastante.
Y sí, lo pude ver: eché un par de vistazos y vi un sol alunado, o sea, un cachito de sol, bueno, dos, porque en cada mirada se veía distinto –qué rápido se mueve, oye–.
Es curioso, sobre todo, porque es de esos momentos que se vuelven un “dónde estabas entonces”… o un “dónde estaremos para el siguiente” melancólico –ya les digo, el siguiente, después del medio siglo– aunque creo que bastante menos dramático que otros habituales aquí, los relacionados con los temblores –en México hay una cierta sorna respecto a que en España usen la palabra terremoto para temblorcitos a veces imperceptibles–.
En fin, que esta semana la entradilla fue la columna y voy a cederle el espacio a un maestro; aquí tienen un cuento de Augusto Monterroso, el del dinosaurio, titulado, precisamente, “El eclipse”:
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
–Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después, el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles (Augusto Monterroso).
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