Amnistía Internacional ha insistido que, en virtud del derecho internacional, Israel como potencia ocupante de los territorios palestinos tiene la obligación de respetar el derecho humano al agua de los ciudadanos palestinos. Lamentablemente, no sólo se está incumpliendo esta medida. En el momento de escribir estas líneas se calcula en unas 32.000 las víctimas del ataque indiscriminado de Israel, el 70 % mujeres y niños.
Jesús Piñuela
Defensor de los Derechos Humanos
Si un conflicto internacional está íntimamente unido a la relación del agua entre Estados es el de Israel y Palestina. La distribución del acceso al agua entre ambos es radicalmente desigual. La denegación del derecho al agua de Palestina se convirtió en un elemento permanente en el marco del Acuerdo Provisional Oslo II, que concedía a Israel el control sobre prácticamente todos los recursos hídricos compartidos, siendo sólo el 17 % del acuífero de la Montaña la única fuente significativa de agua dulce para la población palestina de Cisjordania. Además del control sobre los recursos hídricos subterráneos, Israel ha denegado tradicionalmente a Palestina el acceso al rio Jordán (la otra fuente de agua dulce de Cisjordania), prohibiendo su utilización desde la ocupación de 1967.
En 2015, veinte años después de los Acuerdos de Oslo, la situación de la población palestina había empeorado sustancialmente en relación a su acceso al agua potable. El porcentaje de recursos hídricos asignado a Palestina no superaba los límites establecidos en 1995, a pesar de que su población se había duplicado desde ese año. Es más, los ciudadanos palestinos de Cisjordania tienen acceso a una menor cantidad de agua per cápita en los últimos años que cuando se firmaron los citados acuerdos, ya que se extrae del acuífero de la Montaña un volumen de agua entre un 10 y un 20 por ciento inferior a los índices pactados; ello es debido a las continuas restricciones que Israel impone al desarrollo de una infraestructura hídrica básica en Palestina y, especialmente, a la construcción de pozos.
La imposibilidad de conseguir permisos deja a la población palestina ante la dicotomía de no construir o hacerlo sin autorización y exponerse al riesgo de que dichas infraestructuras sean demolidas. La demolición de estos equipamientos (pozos, cisternas, tanques de almacenamiento de aguas pluviales, letrinas, estaciones de tratamiento de agua potable, etc.) ha sido una política constante de la ocupación de Israel, y era una de las principales causas de desplazamiento de la población palestina antes de la agresión de Israel desde octubre pasado.
El resultado de este conflicto hídrico y político se traduce en que la tasa media de consumo entre la población palestina de Cisjordania se calcula en, aproximadamente, 40 litros diarios de agua per cápita, cuando la Organización Mundial de la Salud recomienda que sean 100 litros diarios. En Gaza, el consumo diario alcanzaba, antes de la agresión de Israel, 79 litros por persona, pero la mayor parte de esta cantidad de agua estaba contaminada por nitratos y cloruro, no siendo apta para el consumo humano. El insuficiente acceso al agua en Cisjordania y, sobre todo, la grave contaminación que sufre Gaza suponen un grave riesgo de que la población palestina se vea aquejada de dolencias y enfermedades que impiden que desarrollen medios de vida sostenibles. Mientras, el consumo medio de agua en Israel asciende a 300 litros diarios por persona.
En el Valle del Jordán, donde las expropiaciones de tierra han sido práctica habitual, viven unos 9.000 colonos judíos, la mayor parte agricultores, los cuales consumen el equivalente a una tercera parte del agua que disponen los 2,5 millones de palestinos que hay en toda Cisjordania. Otro dato grave es que los 350.000 palestinos de la ciudad de Nablus, al norte de Jerusalén, antes del conflictos consumían el agua que tenían disponible 170 colonos judíos del Valle del Jordán.
En la actualidad numerosos historiadores consideran que la guerra de 1967 fue, en realidad, un conflicto provocado por Israel para hacerse con el control del agua. En 2017, Amnistía Internacional denunciaba cómo, mientras el agua escaseaba para los ciudadanos palestinos, Israel había desarrollado sus propias infraestructuras hídricas y en los asentamientos que son ilegales en virtud del derecho internacional. En Gaza, entre el 90 % y el 95 % del suministro de agua está contaminado por lo que no es apto para el consumo humano. La situación se agrava aún más al no permitir Israel el traslado de agua de Cisjordania a Gaza; el único recurso de agua dulce de Gaza, el acuífero costero, es insuficiente para satisfacer las necesidades de la población.
Lejos de un reparto equitativo de los recursos hídricos de la zona a través de un proceso de negociación, el 25 de marzo de 2019, durante una visita del primer ministro Benjamín Netanyahu a Washington, en una rueda de prensa conjunta, el presidente Trump reconoció formalmente la soberanía de Israel sobre los Altos del Golán, controlados por este país desde 1967, bajo la justificación de la necesidad de proteger la seguridad del Estado judío ante las graves acciones de Irán y otros «grupos terroristas». La Administración Trump intentaba apoyar a Netanyahu ante unos comicios electorales inciertos que se celebrarían el mes de abril, convirtiendo a Estados Unidos en el primer país que reconoció la soberanía de Israel sobre un territorio ocupado durante la Guerra de los Seis días, y anexionado catorce años después, en una acción no reconocida por la comunidad internacional y contraviniendo una resolución de la ONU que rechaza los derechos de Israel sobre un territorio anexionado por la fuerza en 1967.
Amnistía Internacional ha insistido que, en virtud del derecho internacional, Israel como potencia ocupante de los territorios palestinos tiene la obligación de respetar el derecho humano al agua de los ciudadanos palestinos. Lamentablemente, no sólo se está incumpliendo esta medida. En el momento de escribir estas líneas se calcula en unas 32.000 las víctimas del ataque indiscriminado de Israel, el 70 % mujeres y niños.
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