Camino por el lago y las calles observando a las personas. Escucho sus palabras, miro sus gestos. Las veo andar en bicicleta. Conozco la moneda de 1 yuan. Sé que el color amarillo se reserva para los templos. Veo cómo funciona el metro y el tren.
Conforme uno crece, las cosas cambian. Todas y todos lo sabemos. No necesitamos decirlo. En cuanto a mí, probablemente, el primer momento cuando atestigüé de manera lúcida el cambio fue a la edad de 30 años. Recuerdo una serie de eventos que marcaron esa etapa nueva de la vida. Las cosas las experimentaba, las enfrentaba, de otro modo. A nivel de relaciones sociales, el entorno dio un giro. Según llegaba a los 31, los 32, los 33 años, todo cobraba una perspectiva diferente.
A esa edad, sin embargo, todavía estaba lejos de llegar al ritmo de vida presente a mis 40 años. A los 30, igual que a los 20, corría de un lugar a otro y no tenía tiempo para nada. Redactaba correos electrónicos uno tras otro y buscaba dejar cerradas todas las cosas sin punto de apertura. Me presionaba por mis compromisos académicos hasta el límite del delirio. Destruía lo construido, si parecía distanciarse de mi objetivo final. Una niebla, como la de Unamuno, entorpecía mi visión.
La serenidad se conquista con los años. En algún momento de la vida, uno se topa con la posibilidad de acoger un estado de ánimo distinto, menos atropellado. La vida contemplativa despierta. La corriente del mundo, eléctrica, vibrante, torna su entusiasmo fluorescente en un bienestar tenue. El alma sigue tendiendo a la acción, aunque distanciada del siglo.
En un poema inédito, menciono a una persona en un laberinto que deja su espada a los pies de un minotauro, sorprendido. Comúnmente, la lógica del éxito apunta a un ir más allá. Los ejemplos del día a día resultan obvios. La gente quiere likes, seguidores, subscriptores, etc. Desean el puesto 1. Es cierto, la competencia favorece el desarrollo humano. La realidad se construye añadiendo, no restando. Pero después de pasar —en palabras de San Juan de la Cruz— los bosques y espesuras, los fuertes y fronteras, a veces a los 40 años, llega la ocasión cuando solo se construye restando.
En mis paseos por el lago Xuanwu, en Nanjing, observo a la gente practicando distintas disciplinas. Muchos corren o caminan. No los menos, juegan badminton. Otros más practican Tai Chi o hacen malabarismo. Cuando las personas ejercitan la coreografia del Baduan Jin, se aprecia una actividad cultural deportiva arraigada en la identidad del espíritu chino miles de años atrás. En estos usos y costumbres carece de interés ninguna innovación excepcional, ningún rasgo de genio único e irrepetible. En cambio, cobra importancia la tradición, la identidad sostenida en el tiempo. La gente reproduce las costumbres de los antepasados, así como las costumbres las reproducirán las generaciones por venir.
Camino por el lago y las calles observando a las personas. Escucho sus palabras, miro sus gestos. Las veo andar en bicicleta. Conozco la moneda de 1 yuan. Sé que el color amarillo se reserva para los templos. Veo cómo funciona el metro y el tren. En una esquina cerca de casa, un grupo de personas se reúne con sus pajaritos en jaulas para ofrecerles un espacio de convivencia. Las jaulas, en ocasiones, tienen las puertas abiertas. A una hora temprana de la mañana, las nubes de vapor anuncian la venta de los panes y ravioles (baozi, jiaozi) y otros alimentos.
Probablemente, interpretando esto en clave literaria, no quede mal llamarlo poesía. Como en una pintura, contemplamos un pueblo milenario, suspendido un instante. En cuanto al ser humano en general, según lo han escrito autores como Dante, habiendo pasado la mitad del camino de la vida, la inconstancia de la edad anterior encontrará una constancia moderada en el mañana. La palabra ayer precipitada, impulsiva, sonará atemperada, templada, en un tono ni alto, ni bajo, ni sonriente, ni compungido. La palabra no guardará ninguna distancia con las cosas.
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