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Primer día de vacaciones
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Primer día de vacaciones

Actualizado 20/01/2024 09:23
Juan Ángel Torres Rechy

La manufactura de un escrito, trate el tema que trate, no la puedo concebir desprendida de un talante sobrio, adusto incluso. La lengua habla lo que antes ha acumulado el corazón, así como el corazón ordena la expresión del rostro. La gravedad del semblante de los retratos antiguos, el aspecto sereno de las representaciones clásicas de la mujer y el hombre, esas imágenes me reportan mayor confianza que la dudosa expresión de un rostro francamente sonriente.

El día de ayer terminé mi primer semestre de trabajo en Nanjing Tech University. Hacia las 2 o las 3 de la tarde me despedí de mi amiga y colega Olivia y crucé el campus camino a la parada del autobús universitario para volver a casa. En el trayecto recordé un momento similar cuando unos 15 años atrás terminé las clases en la secundaria y la preparatoria donde trabajaba y subí caminando por el centro de Xalapa hasta llegar al parque Juárez frente a la catedral. En ese entonces me detuve a la mitad del parque y pensé que nada me detenía para ir a cualquier otro lugar. Mi tiempo en ese trabajo había terminado. Durante tres años me había empleado de un modo abnegado y devoto al punto de haber convertido mi empleo en la totalidad de mi ser. Ahora, en cambio, al cruzar el campus camino a la parada del autobús no tenía la impresión de encontrarme listo para ir a ningún otro lugar. No. En cambio, me daba cuenta cómo el tiempo había llegado de profundizar más en mi conocimiento de esta cultura del Oriente donde nació el arroz hace unos buenos puñados de años.

En aquellos años aunque me había titulado como licenciado en lengua y literatura hispánicas mi conocimiento de la lengua española se encontraba infinitamente más lejos de mis manos de lo que hoy en día lo está. No sabía escribir. Mi redacción no hacía gala de ninguna estética atenuada en los recursos inapreciables de la retórica y la poética. Carecía de claroscuros. No tenía esfumados. No sugería ninguna ilusión. Mi escritura, en cambio, lucía como el dibujo de un niño con crayones. Todo lo dejaba caer ahí así nada más como si soltara una piedra en un río. Esto me lo dijo una amistad de Salamanca, ahora académico de la Real Academia Española en una letra honorífica. Juan Angel, usted no sabe escribir. Esas fueron sus palabras en su despacho. Esa razón me cayó con su peso en la cabeza. Desde entonces, intenté aprender a escribir. Comporté en mi proceso el aprendizaje de la redacción no solo como un mero hecho mecánico de las letras; no solo como una mera cosa material. Me cayó el 20 de que la escritura no puede reflejar nada de una hechura bella si primero uno mismo dentro de sí, en el horno de la experiencia, no se ha cocido antes.

La manufactura de un escrito, trate el tema que trate, no la puedo concebir desprendida de un talante sobrio, adusto incluso. La lengua habla lo que antes ha acumulado el corazón, así como el corazón ordena la expresión del rostro. La gravedad del semblante de los retratos antiguos, el aspecto sereno de las representaciones clásicas de la mujer y el hombre, esas imágenes me reportan mayor confianza que la dudosa expresión de un rostro francamente sonriente. Otros autores, como nuestro Jorge Luis Borges, lo han expresado con mejores palabras. El autor del El Aleph no creía en la felicidad, me parece; creía, por otra parte, en la serenidad. En el latín de Horacio este punto en equilibrio se refiere en los términos del aurea mediocritas. Probablemente alguno de los sutras del budismo exponga esta idea también. Esta serenidad, paradójicamente, viene dada debido al dolor. O mejor dicho, a la fase posterior al dolor, cuando el pasado de la prueba ha quedado atrás y el futuro de los frutos pende de unos árboles como los de Octavio Paz. En Salamanca cuando conviví con los Carmelitas Descalzos en el seno de la fuente donde San Juan de la Cruz contempló el reflejo de su sueño amado, ahí escuché algo sobre las vías purgativa, iluminativa y unitiva del alma. El sujeto en su paso por el mundo se enfrenta de diversas formas precisamente al mundo, a la carne y al demonio antes de conseguir por fin asomarse a una realidad aparte nombrada de un modo metafórico como despertar, o iluminación, o experiencia mística. Cuando trabajaba en la secundaria y el bachillerato en mis años veinte y pico lo di todo hasta quedarme yo sin nada. Pasé noches sin dormir preparando todas las clases del día siguiente. Después en Salamanca, en ese eterno desierto de piedra ilusoriamente dorada, supe lo que era la sed. Sentí pasos. Me pregunté setenta veces qué hacía ahí. Mis amigos, no obstante, no me dejaron perderme en esa ensoñación producto del hambre y me trajeron de vuelta a la vida.

Hoy por hoy mi columna la contemplo como el lugar donde cincelo mi paso por la vida. Aquí dejo mi huella. La inscripción dice que yo he sido. Y cuando mis lectores me leen, yo me encuentro en otro punto distante del lugar donde estaba cuando ponía por escrito estas palabras. Mañana tomaré un café con mi amiga Chelsea. Ella me enseñará a pronunciar algunas palabras en chino. Conversaremos sobre cine oriental y occidental. Hablaremos sobre música. Me contará las cosas que ella escribe. Me dirá cómo es la vida en Nanjing. Me preguntará, quizá, si yo tengo interés en seguir aprendiendo su cultura. Cuando ustedes, entonces, me lean, yo probablemente me encontraré caminando en una de esas calles de Gulou donde todo se vuelve más vibrante e irreal cuando uno guarda su teléfono con el mapa en el bolsillo y camina simplemente internándose en más y más calles donde los restaurantes, las tiendas de ultramarinos, las fruterías, las salas de juego, los señores de las esquinas con las cartas y los dados en las manos en medio de una nube de humo bebiendo té… en esas calles entre motos eléctricas, estéticas, farmacias, comercios varios, servicios de lujo detrás de edificios de apariencia modesta, parques, templos, librerías, centros comerciales, pasos a desnivel, museos… en esas calles caminaré internándome y perdiéndome a propósito hasta dar con la siguiente estación del metro para acudir a mi cita con Chelsea. Así será mi primer día de vacaciones en Nanjing, después de haber echado llave a la oficina y haber dejado al escritorio la sombra de mi cansancio rendida entre tantas horas desprendidas de mis noches oscuras en vela poniendo mi cuidado en mis impagables estudiantes.

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