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Actualizado 03/01/2024 08:01
Ángel González Quesada

Entre las costumbres, rituales y celebraciones que, principalmente en épocas navideñas y de final de año, vienen a ser consideradas “tradiciones”, y que en la mayoría de los casos no son sino repeticiones de alguna experiencia u ocurrencia del reciente pasado, hay algunas que sobrepasan el sentido mismo de la mesura por parte de sus celebrantes, convirtiéndose en sonrojantes caricaturas de lo que son verdaderas tradiciones.

Lo que es tradición se encuentra más en la sensibilidad de quienes la celebran y la guardan que en el empeño por así nombrarla, afán que revela ya la artificiosidad del intento. A nadie se le oculta que denominar “tradición” a celebraciones iniciadas “no más anteayer”, es decir, costumbres que se repiten pero que no forman parte del “corazón de los pueblos”, no contribuye a identificar, situar ni definir, y mucho menos a reconocer cosa alguna como tal. Hay cientos de festejos (sobre todo festejos, esto es España) a los que denominar “tradición” no es sino vano intento de dotarles de más importancia y sentido de la que tienen en la identidad de los pueblos, en muchos casos, ninguna.

Hay eventos que se dicen a sí mismos tradicionales y son sencillamente ridículos, como el caso patológico de desatado narcisismo, en diferentes niveles e intensidades, de los “tradicionales discursos de fin de año” de los presidentes/as de las comunidades autonómas de este país. Discursos propagandísticos que pretenden sobrepasar la nadería que los constituye y que parecen competir, en la autoalabanza, el notable nivel de pobreza expresiva y escénica y que coinciden, sobre todo, en su inutilidad.

Como tratando de remedar el discurso navideño del Jefe del Estado (también innecesario), los “reyezuelos” españoles (desenfundo mis comillas), autonombrados nuevos “señores” notables de su tierra, se dirigen a sus “súbditos” regionales como para amonestarles, advertirles, animarles o transmitirles tanto lo afortunados que deben considerarse al contar con tales “talentos políticos” como el que les habla, como para remachar, mostrar, repetir y subrayar un inequívoco llamado a aceptar lo palaciego. Y esa soberbia cañí, esa estupidez institucionalizada, esa ignorancia presuntuosa, tiene su reflejo más vergonzante en esos, a cual más evanescente, discursos navideños.

Los numerosos desarrollos teóricos y prácticos de la Filosofía Política, los tratados sobre las servidumbres, obligaciones y limitaciones del ejercicio de la función pública y los variados, profundos y competentes estudios sobre la naturaleza de las interrelaciones institucionales y con la ciudadanía de la gestión administrativa, han sido obviados, conculcados y, sobre todo, ignorados –tal vez ni siquiera conocidos- por los asesores, gabinetes de prensa, secretarios y correveidiles que mueven la cruceta de hilos de estos dirigentes autonómicos, cuyo exceso de vocación de pedestal les impele a ponerse en la más afrentosa evidencia televisiva ante un abeto navideño cada mes de diciembre.

Quede dicho aquí el respeto por las creencias y tradiciones que, en la sensibilidad de cada cual, en la identidad de los pueblos o en la superación del tiempo y sus derrumbes, hasta en su espiritualidad compartida, sean sentidos, respetados o celebrados con la intensidad que a cada uno provoque su creencia o convencimiento. Pero quede escrito también el rechazo frontal y directo a las repetidas tentativas de creación artificiosa, presuntuosa y altiva de “tradiciones” que, asociadas con las fiestas navideñas, buscan el endiosamiento de meros gestores políticos a los que, en realidad, un año tras otro, sienta cada vez peor el mesianismo.

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