El Congreso de los Diputados ha autorizado la toma en consideración de la proposición de Ley relativa a la reforma del Código Penal en cuanto se refiere a la libertad de expresión. Cabe felicitarse de que en un asunto en el que España arrastra pesados lastres y casi ridículas prevenciones legislativas, vuelva a plantearse la supresión o reforma de algunos ‘delitos’ cuya definición y persecución obedece más a atavismos, rémoras e imposiciones dictatoriales, religiosas y de evanescentes jerarquías, y que han conformado en la forma de expresarse, y hasta de pensar, en este país, una suerte de sumisión y autocensura, a veces hasta inconsciente, que tiene que ver más con el miedo que con el respeto y la prudencia.
Reconsiderar artículos del Código Penal que hablan de la ofensa a los sentimientos religiosos y del escarnio público, es tratar de anular la absurda protección legal al pensamiento y costumbres de personas o colectivos cuyas creencias sólo a ellos afectan y cuya defensa a ellos corresponde y no a las instancias judiciales.
Corregir la exagerada protección patriotera que habla de la ofensa a los símbolos de España o de los variados delitos contra la Corona, significa introducir la racionalidad en el concepto mismo de la libertad de expresión. La defensa elementos de identificación (banderas, santos y cortesanos) a cuya lealtad hay que acceder por convicción, habrán de ser admitida por la libre opción personal y cultivada, defendida y señalada desde el convencimiento y no desde la sumisión obligatoria.
Hablar, definir y acotar qué es exactamente, y legalmente, el enaltecimiento del terrorismo o qué las injurias al Gobierno, es no solo oportuno y democráticamente saludable, sino que, de concretarse racionalmente las reformas que se proponen (u otras en pro de la libertad de expresión), supondrán un soplo de aire fresco, y de libertad, en una sociedad como la española, lastrada en demasía por admoniciones religiosas y de poder, condicionada por victimismo artificiales y plañidera de ofensas diseñadas. La protección a las víctimas y su realidad, necesaria, casa mal con la ñoñería del silencio funeral a ultranza, se lleva mal con la amenaza y no puede ser utilizada como sustitutivo de la verdad.
Desde la noche de los tiempos, los mecanismos del poder, aliados con los gurús religiosos de todo tipo y conchabados con los oráculos del poder económico y la apropiación de la plusvalía del esfuerzo ajeno, han venido amedrentando, imponiendo, amenazando, chantajeando y condicionando la vida y el crecimiento sociales y, consecuentemente, protegiendo de modo artificial los ámbitos de dominación y blindando a la crítica los espacios institucionales y seudo-institucionales de decisión e influencia.
Las leyes han sido siempre el principal aliado de la boca cerrada con su poder intimidatorio, sancionador, penal y represivo, y renunciar a ellas (no a las leyes sino a su manipulación interesada) en pro del convencimiento y la educación, se ha revelado tarea inasumible para los devotos de la vida monocromática. Consecuencia de ello son no solo los artículos del Código Penal español que amordazan y enmudecen la libre opinión, y que ahora se pretenden anular, reformar o racionalizar, sino otras leyes como, por ejemplo, la llamada ley mordaza en España o la muy reciente argentina del gobierno Milei, ambas diseñadas exprofeso para la eliminación o reducción de la protesta y la crítica, sin entrar en infalibilidades, inimputabilidades, abdicaciones de cuchara, irresponsabilidades ‘a la divina’ o todas las anchas capas que tapan con la ley todas las conjugaciones del verbo esquilmar.
Las falsas dignidades de alfombra y los obstáculos de antesala y nombradía, la cruel aporofobia y los clasismos académicos, los abismos económicos de influencia y la inequidad, la grieta insalvable de la desvergüenza y el escalón insuperable del desprecio, la alta pared del ninguneo y la buscada indiferencia, sin estar específicamente contemplados en las leyes, sí son protegidos por ellas a través de esos artículos de estulta protección, que levantan ese muro indigno llamado ‘clase social’, generando un silencio forzado, una mordaza, un dedo sobre los labios que impele callar sobre demasiados quién, cómo dónde y por qué.
Que el sano funcionamiento institucional necesita una protección legislativa suficiente, no justifica la mordaza en la opinión sobre esas mismas instituciones. Que, al margen del insulto o la injuria –ya contempladas en otras leyes- la opinión personal o colectiva sobre el comportamiento, las decisiones o la misma esencia y existencia de autoridades o instituciones ha de poder ser expresada libremente, es una necesidad del mismo concepto de libertad. Que los objetos de la convivencia sana, democrática y creativa no los contiene solo la ley sino el convencimiento, la educación, la enseñanza, la madurez y la transparencia, es tan cierto como que creer, querer creer y saber creer no necesitan padrinos ni amenazas.
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