En estos días, estamos celebrando, junto con la fiesta de todos los santos, el recuerdo y la veneración de todos los difuntos. Cada cual recuerda y celebra los suyos: familiares, amigos y conocidos en general. Y es buena ocasión para meditar sobre el sentido y las consecuencias de la muerte, sobre todo la de los humanos, que es la que más nos afecta. No hace mucho, la referencia a la muerte era impensable, era concebida como un tabú. Y eso que, cuando había algún difunto, solía ser velado en la propia casa, allí donde había vivido, y donde iban a seguir viviendo todos los allegados.
Ahora ya, normalmente los difuntos son velados en los tanatorios, para alejar cuanto antes a los difuntos del entorno de la propia casa o la de sus familiares. La vela que se hace por y con los fallecidos, resulta de lo más natural. Aunque la muerte sigue siendo uno de los fenómenos que más nos sorprende y nos afecta.
¿Por qué? Por el sentimiento de la pérdida de lo que vivimos como nuestro, o quizá por la incertidumbre de lo que nos vamos a encontrar después de la muerte. Para muchos, después del fenómeno de la muerte corporal, ya no queda nada de nosotros más que el polvo y la ceniza de los que creemos que estamos constituidos.
Algunos creen que, después de la muerte hay algún modo de permanencia, a modo de espíritu que deambula por los lugares en los que habían vivido, y mantienen algún tipo de relación con aquéllos con los que tuvieron alguna relación en su vida temporal.
Otros creen que, al morir, se reencarnan en otro cuerpo y viven una nueva vida. Los cristianos creemos que la muerte nos lleva precisamente a esa nueva vida, que no tiene límites y que permanece para siempre, incluso pensando en la propia resurrección. Fenómeno que ocurre por nuestra vinculación con Cristo, que murió voluntariamente ofreciéndose por nosotros y haciéndonos partícipes de su propia muerte y de su resurrección, trasportándonos a otra vida que dura para siempre.
La permanencia de la propia vida antes de la muerte se hace hoy cada vez más larga. Hay abundantes casos en los que la vida traspasa ya el límite de los cien años. Con los avances actuales de la medicina se piensa en la posibilidad de vivir cerca de los ciento cincuenta años.
Pero la muerte sigue siendo un misterio. Y lo mismo, y más, lo sigue siendo la vida. De hecho, la larga o corta vida sigue siendo un misterio. Y la muerte participa del misterio de la vida. Más todavía cuando se considera el modo y la causa de la muerte. Incluido, por ejemplo, el fenómeno del aborto, o el de la eutanasia, en los cuales los que vivimos nos hacemos cómplices de una muerte que es contraria al sentido de la vida, que está reclamando la permanencia en la propia vida incluso sin límites.
Hoy tenemos que sufrir las muertes que son fruto de los accidentes, fundamentalmente los de las carreteras, o las que son fruto de accidentes naturales, como las de los terremotos.
Pero las muertes más impresionantes son las que se producen como fruto de acciones de violencia, como ocurre hoy sobre todo como efecto de las abundantes e incluso furibundas guerras. El Papa Francisco considera y proclama que, por la generalización de los conflictos y la dureza de sus realizaciones, incluso por la amenaza de las armas nucleares que pueden alcanzar a la destrucción de nuestro entero mundo, estamos ya en la tercera guerra mundial.
También vivimos ahora la amenaza generalizada de muerte de los habitantes de nuestro entero mundo, como fruto del llamado cambio climático y otras actividades nocivas producidas por el mismo hombre.
Y no podemos olvidar otro importante fenómeno en que la muerte se impone sobre la vida: me refiero al lamentabilísimo fenómeno del suicidio, sobre todo referido a los casos de la gente joven.
Conservemos el mundo, salvemos nuestra casa común. Hagamos cada uno lo que está en nuestras propias manos, por pequeño que parezca. Minimicemos las actividades que provocan la muerte de nuestro mundo. Apostemos por la paz y por el cultivo de la hermosura de la vida humana.
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