Aquellas tiendas de antes vienen a mi memoria como un manantial de ideas entremezcladas.
Nada más entrar te invadía un olor muy específico, unos sonidos determinados, un vocabulario certero que enriquecía tu lenguaje.
Crujían los suelos de madera como pan reciente en cuanto se ponía un pie en ellas, a veces incluso chirriaba la puerta como la de un castillo en noche de terror, algunas con campanita de aviso para dejar de ordenar el almacén e ir raudo y veloz a atender, porque el tiempo del cliente, entonces, era sagrado y se quería que volviera como la ola a la arena.
Las farmacias, con sus estanterías de madera noble como bibliotecas, aportaban soluciones, pócimas y ungüentos, repletas de tarros de cerámica de Talavera con compuestos y morteros para preparar remedios antes de que la industria lo copara todo y todo.
Las tiendas de curtidos, con su inconfundible olor a cuero y miles de trozos de piel amontonados, cordones, cordeles, botos camperos y suelas, antes de que se inventaran todo tipo de gomas para pisar el suelo, calzado con memoria exacta de la forma de nuestros pies, deportivas para todo.
Las papelerías, con sus bellísimas formas de contar y de medir: una resma, una mano, un pliego, folios, cuartillas, sobres apaisados, papel carbón… lápiz del 0, plumilla, carboncillo…
Las de encurtidos, delantal de rayas verdes y negras, especializadas en todo tipo de aliños para aceitunas, pepinillos, berenjenas de Almagro con el sabor de su plaza de madera y su bellísimo Corral de Comedias, olor a romero y orégano, a vinagre y pimentón, todo al peso, papel de estraza, cuarto y mitad de esto, mitad de cuarto de lo otro, aroma de acidez aderezado.
En la tienda de telas por metros, llena de estampados originales, siempre encontrabas, como centinelas, dos amables señores detrás del mostrador dispuestos a atenderte. Sabían, como nadie, los tonos que más favorecían según la piel, la edad aproximada que observaban en la mochila invisible de cada persona, la cantidad necesaria para un vestido, una falda, un juego de cama de matrimonio o individual, lo que debía colgar el mantel a cada lado de la mesa, cuánto hacía falta para meter los dobladillos… La resistencia de las telas, desde la fragilidad de la batista hasta la fortaleza de la lona, los tejidos de diario o para fiesta, la caída de la seda o el lamé… La medida de dos metros y una cuarta con propina, regla de madera y tijera colgada con una cinta al cuello siempre a mano y disponible como una buena madre. No en vano habían entrado a trabajar en el comercio al acabar sus años escolares y seguían allí, conociendo cada rincón del establecimiento, las telas que menos se vendían, los restos de las piezas, que se ofrecían como ventajosos retales para darles salida.
Me encantaba ese mundo, con sus colores variados y la exquisita educación y loable amabilidad de sus empleados, conocedores de ese diverso universo como la palma de su mano, hasta que llegaba el día de jubilarse y la empresa tenía un detalle de agradecimiento por los servicios cumplidos y por tener, como lema de vida, la esmerada atención a la clientela.
Entonces todo funcionaba de una forma diferente. Se entraba de modesto aprendiz y se iba conociendo el oficio desde abajo, desde las nociones más simples hasta las más especializadas. Era el cliente quien iba cuando tenía una necesidad, sin que nadie anotara su teléfono ni sus datos, sin que le llamaran a deshoras, sin pasar la tarjetita para pagar dejando miguitas de información personal; con dinero contante y sonante, con vuelta perdonando el pico y redondeando la cifra, una atención más con boca sonriente: no le cobro los cincuenta (céntimos de entonces, se entiende).
El mundo cambia a la velocidad del rayo, rayos más veloces a medida que pasa el tiempo, en cinco años se da la vuelta a todo aquello que pareció inmóvil durante veinte, y los parámetros de lo que de verdad importa se esfuman como niebla ante el rey sol: poderoso caballero.
Las tiendas de entonces, con sus olores, sus colores, su orden impecable, su atención cercana, llenan mi memoria de un manantial de recuerdos inconfundibles y, por qué no decirlo, de entrañable nostalgia.
Mercedes Sánchez
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