El verano nos permite una mayor intensidad en nuestros contactos –que venimos manteniendo desde hace ya lustros– con las culturas campesinas, tan fascinantes, pese a esa agonía a las que las viene sometiendo un mundo que las ignora, excluye y que vive de espaldas a sus valores y aportaciones.
Son no pocos los territorios campesinos en los que hemos indagado e indagamos en busca de su razón de ser y de sus claves, desde Las Hurdes extremeñas, hasta la Maragatería leonesa, o diversas otras comarcas de esta provincia, pasando por la salmantina Sierra de Francia, así como otros muy diversos de todo el occidente peninsular en que vivimos.
Hay un territorio salmantino que nos viene fascinando desde hace ya años y en el que hemos ido realizando pequeñas calas, como es el de la llamada comarca de La Huebra, más desconocido de lo que parece y un tanto hermético, pese a la discreta bibliografía de indagación en torno a ella que existe.
Hemos recogido y, en parte, publicado algunas de sus tradiciones orales, desde romances y leyendas, hasta otras manifestaciones del saber popular campesino. Pero La Huebra, con ese paisaje montuoso en el que predomina la encina, con esas dehesas dedicadas a la ganadería, con el predominio del ganado vacuno y hasta bravo en ocasiones, con esos valles entre los montes, con esos riachuelos que la surcan, entre los que destaca el río Huebra que da nombre a la comarca, y con ese hábitat humano de aldeas, alquerías y pueblecillos, tiene un atractivo que nos lleva a querer conocerla.
Una tarde de este pasado agosto, a mitad de mes, nos fuimos a Tamames y allí, a través de unos avatares afortunados y de la mano de nuestro amigo Antonio Montejo, realizamos una hermosa indagación por algunos enclaves de La Huebra. En un vehículo híbrido (mitad todoterreno, mitad camioneta) de Álvaro, junto con su hermano Manolo, con Ernesto y con el propio Antonio, realizamos un recorrido por pistas y caminos de tierra, que hoy ya siento como iniciático en una comarca, cuyo conocimiento, en el fondo, requiere de guías.
Descubrí el mítico puente de La Redonda, sobre el arroyo Albericocas (en el verano seco), que tuvo, en su momento, una ermita de San Marcos junto a él, de la que hoy ya no se conservan ni casi las ruinas. Tal ermita contaba, a mediados del siglo XVIII con un santero, que vivía de recorrer los pueblos, con la estampa del santo, y de las limosnas que le daban; y contó asimismo con una romería ya perdida. Y, por tal puente, transcurría el antiguo camino de Salamanca a Tamames, conocido como camino o calzada de Las Alambres, tan documentada por el agustino salmantino-leonés P. César Morán.
Pero, de la mano de mis amigos tamameños, descubrí, en aquellos parajes, los caozos del río Huebra; restos acaso de dólmenes y de alguna otra ermita; también la iglesia –cerrada y fuera de uso– de la alquería, ya inexistente, de Anaya de Huebra, con los machones de un antiguo puente sobre el río.
Y, sobre todo, descubrí un territorio fascinante y secreto, imposible de conocer si no es con guías tan generosos como los que tuve, en el que latió una vida antigua, ya desaparecida, visible en señales y huellas como puentes, ruinas de ermitas y de antiguas iglesias, restos de dólmenes, pilares de antiguos puentes, caozos del río…, en las que latía un existir que parece haberse borrado del mapa.
Álvaro, ya en un momento del atardecer, de una tarde mágica, nos invitó a una cerveza, en una hermosa casa de su finca, desde la que se contemplaba por amplios ventanales la dehesa, las encinas, con la Sierra Mayor de fondo, como le gustaba denominarla a mi maestro universitario Antonio Llorente.
Gracias al buen hacer de mi amigo Antonio Montejo y en su compañía, así como en la de Ernesto, Manolo y Álvaro, a lomos del vehículo híbrido del último, pude realizar ese viaje iniciático por La Huebra, un paso más en esa indagación de años en las culturas campesinas, en los territorios perdidos –tan hermosos y tan abandonados– de nuestro país.
Al atardecer, la cima tutelar del Cervero se iluminaba con los oros del poniente, como una invitación a la ensoñación y a otra vida distinta.
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