No puedo creerlo.
Entro en casa, y no oigo sus comentarios risueños.
No veo una taza fuera de sitio, o un vaso con algo de agua, reposando, olvidado sobre una mesa.
Me extraña tanto, que voy derecha como un dardo al espacio en que trabajo.
Allí no están.
Me preocupo, y salgo desazonada por el pasillo, mirando a un lado y a otro.
En la cocina no hay migas de ningún bocadillo acabado de engullir, ninguna bolsa terminada de frutos secos.
En su armario sólo penden sus perchas vacías, sin ninguna prenda colgada, ni doblada en el estante. Ningún cajón a medio cerrar, ni una sola puerta a medio abrir.
También faltan sus maletas.
¡Y la mochila de cada una!
¡Incluso sus llaveros y sus llaves!
Compruebo, aterrada, que se han llevado hasta sus móviles.
Salgo corriendo de casa esperando encontrarlas en la calle, pero no aparecen al girar ninguna esquina.
Creo que habrán cogido un taxi. Pero… ¿hacia dónde?
Empiezo a elucubrar conjeturas: se habrán ido a otra ciudad... ¿¡A otro país!?... ¿Por qué carretera? ¿En qué avión? ¿A qué aeropuerto?
Debo llamar a la policía, denunciar su ausencia, quizás allí me ayuden, me den una pista… pondrán controles, aparecerán…
Desecho la idea.
He de concentrarme más. Pensar con calma.
Conociéndolas tan bien como las conozco, han debido dejar algún mensaje. ¡Seguro!
Vuelvo apresurada, miro entre los imanes del frigorífico, en el taco de notas, por los cajones: ¡no hay nada!
De pronto suena el teléfono.
No sé dónde lo he puesto y sigo la pista de su tono como quien sabe leer, en las huellas de un animal, el recorrido de sus pisadas.
Cuando estoy a solo un metro se apaga su sonido.
Busco la llamada perdida y no queda rastro.
Mi corazón palpita desesperado.
Con el móvil en la mano retorno sobre mis pasos recorriendo toda la casa.
Vuelve a sonar, descuelgo por fin, y oigo una voz que me dice: “Hola Mercedes, somos tus musas, no te preocupes, sólo estamos de vacaciones”.
Mercedes Sánchez
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