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Cosas invaluables y cosas sin importancia
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Cosas invaluables y cosas sin importancia

Actualizado 15/07/2023 08:52
Juan Ángel Torres Rechy

Pero bueno, poniéndonos serios, qué podemos clasificar como cosas importantes o invaluables. O qué cosas sin importancia, vistas desde otra perspectiva, cobran el estatus de objetos inapreciables. ¿No acaso algunas cosas intrascendentes justifican asimismo, de una manera irrebatible, nuestra escusa o pretexto de ser y estar en el mundo?

Por qué generalmente no tenemos tiempo para las cosas importantes. Las cosas perentorias reclaman nuestra atención de una manera —como no podía ser de otra forma— perentoria. Nos echan encima su premura y nos condicionan al acometimiento de una acción. Me gustaría conocer un estudio sobre esto, donde se apreciara de un golpe de vista cómo o de qué manera o en qué medida nos encontramos condicionados por esa masa de precipitación. Seguramente, si no esto, sí al menos algo parecido debe existir en estudios sociológicos o del área de la salud.

Quizá lo anterior se vincula con la incapacidad para detenernos un momento y mirar nuestro entorno. Esa contemplación de la esfera de los sucesos relacionados o no relacionados con nuestras personas nos permite cobrar una perspectiva distinta no solo en relación con esa cadena de acciones y reacciones del medio donde estamos, sino también en relación con el centro y la hondura de nosotros mismos. Ese posicionamiento fuera de la esencia o el núcleo propio ofrece con su espacio de distancia un tiempo para mirar las cosas desde una dimensión visual nueva y por lo tanto no usada antes.

El arte de posicionarnos en el espectro marginal de la existencia con base en un planteamiento ontológico único y distinto en su hechura no completa todavía nos reporta un caso de interés suigéneris. En El viajero y su sombra, Nietzsche anota en la entrada número 175 de la conversación lo siguiente. “La mediocridad de la máscara: la mediocridad es la mejor de las máscaras que puede escoger el espíritu superior, porque el gran número, es decir, el mediocre, no piensa que exista en ello un disfraz y por lo tanto, por su causa, se sirve de ella el espíritu superior para no irritar y, en casos nada raros, para ofrecer una deferencia de compasión y bondad.”

La entrada anterior, no obstante, no nos interesa por ahora. Solo la hemos transcrito porque al abrir el libro hemos dado con ella de frente. Entonces, la dejaremos pasar de lado por medio de una verónica taurina y nos centraremos, en cambio, en la entrada siguiente, la número 176. “Los pacientes: el pino parece escuchar, el abeto parece esperar… ambos se mecen en el viento con paciencia: no piensan en el hombre pequeño que está a su pie devorado por la impaciencia y la curiosidad.” Generalmente, los autores en sus libros nos hablan de la naturaleza como el signo del universo donde se halla depositada la suma de la sabiduría para convertir al ser humano en la persona mediocre de Nietzsche del ropaje tosco encima de las prendas finas de una tela lejana e inconseguible... O sea, para convertir a la mujer y el hombre en espíritus superiores…

Después de los puntos suspensivos de arriba, continuaremos aquí diciendo esto. Los cuatro párrafos de arriba —escritos a la luz de una vela mortecina en un escritorio con otros papeles tachados y dispersos sin ningún orden concertado por ninguna disciplina de escritor— apuestan por la pérdida del tiempo. El haz de luz oscura de las palabras no manuscritas leídas ahora penetra las tinieblas de la inteligencia venida a menos y devuelven a la superficie de la hoja la vigilia de un sueño donde nos contemplamos como unas personas pequeñas camino a despojarnos de la máscara de todo lo ajeno al principio sin un inicio todavía de... Desde no sé qué regiones del espíritu empolvadas, ahí donde todavía resuenan las canciones infantiles de la cuna, un canto apagado se alza a nuestros oídos y nos eleva a la contemplación de un concierto perdido en el cielo escaso de una bendición impura.

Cuál podría ser una cosa importante en este momento. El sentido de nuestra esencia vertido en el vacío del lago de tinta de las hojas no escritas aún. El árbol nacido no sabemos hace cuántos años ahí frente a los ojos a la orilla de la carretera rumbo a un lugar caliente no lejos del mar. En ese espacio abierto a un lado de la carretera apenas ayer, o anteayer, detuve mi coche y caminé sin un rumbo fijo cosa de media hora. Llegué al otro lado de un cerro austero y seguramente poco visitado. Ahí encontré un árbol. Algunos pocos frutos secos colgaban de las ramas inmóviles. La tierra ofrecía ese aspecto de los lugares donde nunca pasa nada. Los pájaros maleducados y anónimos, como si no supieran nada de lo que pasaba abajo conmigo, cruzaban el cielo con una indiferencia soberbia y prepotente y a lo lejos parecían proferir no sé qué conjuros imposibles de reproducir en la lengua castellana. Con sus picos rudos herían la piel y los músculos de un ángel cansado de esperar algo ahí en ese lugar invisible del aire. Cuando deshice el camino andado hasta ahí y me encontré de nuevo en la carretera, mi coche afortunadamente seguía en el mismo lugar. Según proseguía mi camino adelante, al llegar a la playa, y todavía después, al sentarme a redactar esta columna con el estómago vacío por la mortificación de un ayuno destinado a favorecer un tratamiento védico aconsejado por un amigo yogui indio, todavía tiempo después, digo, el árbol seguía impreso en las prendas de mi alma. Por eso lo menciono como una cosa importante.

Pero bueno, poniéndonos serios, qué podemos clasificar como cosas importantes o invaluables. O qué cosas sin importancia, vistas desde otra perspectiva, cobran el estatus de objetos inapreciables. ¿No acaso algunas cosas intrascendentes justifican asimismo, de una manera irrebatible, nuestra escusa o pretexto de ser y estar en el mundo? Hablando en términos generales podríamos citar por su nombre una carta, por ejemplo. Una piedra de río. Un par de botellas de mezcal vacías. Una flor de un jardín con el aroma de sus pétalos abierto en el olfato. La sombra de una barda. El rumor de una calle casi vacía. El tiempo marchito en la reja cascada de un terreno baldío. La panadería de la otra calle. El semáforo solitario más allá. El número de las estrellas imposible de retener entre las cuentas de los dedos. La moneda que cae y que rueda debajo de la mesa o debajo de la cama hasta caer mareada con sonido metálico de tin. La manera de acostarnos cuando cerramos los ojos para dormirnos. El rostro ahí en el espejo con una persona similar a nosotros. La cartera. El llavero que no terminamos de usar. Todas esas cosas, nos parece, también podrían valer lo que valió una Roma eterna para Stendhal.

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Xalapa-Equez., Veracruz, México

15 de julio de 2023

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