La pena de muerte como castigo por un delito es una práctica horrible, pero lo es aún más cuando se utiliza para castigar a una persona por su orientación sexual
Camilla Cardini
Defensora de los Derechos Humanos
Si pertenecer a la comunidad LGBTIQ+ es difícil en los países más avanzados, ya que no es infrecuente ser blanco de ataques y sufrir discriminación y violencia, en el resto del mundo a menudo supone un auténtico delito. Casi 70 Estados de la ONU siguen penalizando los actos sexuales entre personas del mismo sexo. En los últimos años se ha producido una mejora y un avance general en el reconocimiento de los derechos de las personas LGBTIQ+. A pesar de ello, los niveles de violencia contra quienes pertenecen a esta comunidad siguen siendo elevados en muchos países, en particular en África y Asia.
Incluso en América Latina, donde las relaciones entre personas del mismo sexo no son explícitamente consideradas delitos, los crímenes de odio contra quienes pertenecen a esta comunidad son presenciados con mucha frecuencia, en particular dentro de la comunidad LGBTIQ+ las personas trans sufren la mayor discriminación. En Brasil, por ejemplo, se registraron 125 muertes violentas de personas trans en 2021, y hubo 375 personas trans asesinadas en todo el mundo durante el mismo año, con un aumento del 7% respecto al año anterior. Ante toda esta violencia, muchas personas que tienen la posibilidad deciden emigrar. Según una asociación, una cuarta parte de los migrantes que llegan a España huyen precisamente por su orientación sexual o su pertenencia a la comunidad LGBTIQ+.
Desgraciadamente, en 11 países miembros de la ONU pertenecer a la comunidad LGBTIQ+ no sólo se considera un delito, sino también uno de los más graves y, por tanto, se castiga con la pena de muerte. Actualmente, los países para los que existe plena certeza jurídica de que la pena de muerte es el castigo prescrito por ley para los actos sexuales consensuales entre personas del mismo sexo son: Arabia Saudí, Yemen, Brunéi, Irán, Mauritania y Nigeria. Mientras que, para otros cinco países pertenecientes a las Naciones Unidas, es decir Afganistán, Emiratos Árabes Unidos, Somalia, Pakistán y Qatar, existe menos seguridad jurídica sobre la imposición de la pena de muerte como castigo para los actos sexuales consensuales entre personas del mismo sexo. Todos estos países imponen la pena de muerte sobre la base de disposiciones que proceden directamente de la Sharía o que se inspiran en ella. La Sharía, o ley islámica, es un conjunto de códigos éticos y morales derivados de la tradición islámica, principalmente del Corán y de la Sunna; sin embargo, hay que subrayar que no todos los países musulmanes modernos observan la Sharía de la misma manera. Según el Corán, la única orientación sexual válida es la heterosexual, y las enseñanzas islámicas rechazan que los seres humanos puedan tener predisposiciones homosexuales. En cambio, sostienen que las personas se vuelven homosexuales debido a factores ambientales o a condiciones médicas y psiquiátricas de las que es posible recuperarse.
Los datos disponibles relativos a las ejecuciones por homosexualidad son escasos y difíciles de encontrar. Esto se debe a que, en la mayoría de los casos, la cobertura de los medios de comunicación es limitada o inexistente, pero también a que muchas veces no existen registros oficiales de este tipo de condenas o, si existen, no se hacen públicos. Esto hace que sea complicado calcular el número de personas condenadas y ejecutadas por estos motivos. Las cifras más recientes se refieren a una ejecución que tuvo lugar en Irán en diciembre de 2022 y que afectó a dos chicas de unos 30 años acusadas de sodomía por las autoridades iraníes.
La pena de muerte es una práctica inhumana que va en contra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada en 1948 por las Naciones Unidas, pero que sigue utilizándose en muchas partes del mundo, sobre todo como castigo por los delitos más graves, como el asesinato, el genocidio y la alta traición. Condenar a muerte a una persona, independientemente del delito que haya cometido, es una violación no sólo del derecho a la vida, sino también del derecho de no sufrir tortura ni ningún castigo que sea cruel, degradante e inhumano. El derecho internacional, sin embargo, no prohíbe expresamente la pena de muerte, como sí hace con la tortura, sino que permite su uso en casos excepcionales y como herramienta para castigar a los culpables de delitos particularmente graves, como el homicidio intencional. En la actualidad, esta práctica se utiliza activamente en 53 países, la mayoría de ellos asiáticos, pero en la lista también figuran Estados Unidos y Japón, los únicos países industrializados y más modernos en los que esta práctica sigue vigente.
La pena de muerte refleja una cultura de violencia, en la que el propio Estado, detentor del monopolio de la violencia legítima, lleva a cabo asesinatos, infringiendo las mismas leyes que se supone que debe hacer cumplir. Además, la pena de muerte no tiene ninguna función disuasoria y el riesgo de cometer errores es elevado; no son pocos los casos en los que se ha ejecutado a una persona cuya culpabilidad fue posteriormente desmentida. La pena de muerte debería abolirse por completo, también porque en muchos países se utiliza a menudo como herramienta política para castigar a opositores políticos o incluso personas cuya orientación sexual difiere de lo que se considera normal.
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